Estoy empezando a cansarme de
esperar. Cuando les veo venir hacia mí, me pregunto si tendré suerte. La pareja
perfecta. Él, medio calvo, con unos cuantos mechones descuidados a los lados,
de color negro entreverados de blanco, y un bigote de morsa del mismo tono.
Arrastra el carrito con desgana, rodeando con los cortos brazos su propia
barriga cervecera. Lleva gafas de nácar con cristales de culo de botella.
Anacrónicas. Todo en él refleja anacronismo. Lleva como bandera, bien visible,
su desprecio hacia todo lo que signifique glamour. Su barba de tres días, sus
grandes manchas de sudor en las axilas, su desmañada forma de caminar, su ropa
barata, lo dicen todo de él. Sólo le faltaría un mondadientes bailoteando en la
boca para certificar el conjunto de su mediocridad, de su naturaleza
miserable.
Ella es diferente. Alta, morena,
erguida, camina con los brazos cruzados y pasos largos, más lenta que el
becerro que lleva al lado. Lleva media melena, tachonada de regueros blancos,
pero muy cuidada. Es elegante, y siempre lo ha sido. Tiene la mirada triste y
madura de toda mujer que presiente su cenit como tal, o que incluso ya lo ha
sufrido.
Una pareja contrapuesta, como
tantas otras que he conocido. A veces pienso que buscamos el contraste en la
persona con la que deseamos compartir el resto de nuestra vida, sin saber
explicar muy bien el porqué. Meto la cabeza en el maletero del coche, como si
estuviera colocando algo. Ellos se acercan al punto, situado a unos cinco
metros del lugar en que me encuentro. Sí, es posible que hoy tenga suerte.
Me incorporo al tiempo que ella
resbala en el aceite que he vertido un par de horas antes. Una mancha apenas
perceptible en la oscuridad del hormigón pulido del aparcamiento. La caída es
brutal. Se agarra al lateral del carro mientras sus piernas, muy esbeltas por
cierto, se levantan separadas en el aire, con las puntas de los pies mirándose
la una a la otra. Su cuidada melena se desmadeja, y su elegante fisonomía se
transforma por un instante en una mueca de terror. Grita sin fuerzas, un
quejido corto, pero rotundo. El becerro sujeta el carro para que no se vuelque
sobre ella. Yo acudo presto y la ayudo a levantarse. Ha debido hacerse daño en
algún punto de la cadera, porque se lleva la mano derecha a la espalda mientras
esboza un gesto de dolor. La agarro con fuerza. Primer contacto. Es necesario
que perciba mi firmeza. Es el paso previo a la confianza, como el apretón de
manos entre dos hombres que se acaban de conocer. Ese apretón es muy importante
para cerrar un buen acuerdo, como el contacto que estoy ejerciendo ahora sobre
ella.
—¿Se encuentra bien, señora?
El marido me mira mientras la
agarra también por el otro lado. Primer contacto visual. Es importante que
perciba que quiero ayudarle, que estoy de su lado, que no soy un rival. Me deja
hacer.
Creo que asimilé bien los tres
años de márketing comercial, y que me voy superando día a día. Es importante
desarrollar todos los conocimientos adquiridos, en todo momento y en todos los
órdenes de la vida. Dar confianza para recibir confianza, no existe otro
misterio en este campo.
Mirada profunda por parte de
ella. Gesto de contrición por la mía. Queda claro en un efímero instante que me
solidarizo con su dolor, que lo comparto como si fuera mío. Es importante este
primer contacto visual. Se relaja.
—Estoy bien, estoy bien, gracias.
Poco a poco aflojo la presión. No
conviene prolongar este primer contacto físico, para evitar que ella o su
marido sospechen otras intenciones menos solidarias. Me agacho y toco el suelo
con la punta de los dedos.
—Aceite. Seguramente algún coche
lo ha perdido.
Me incorporo de nuevo y sonrío.
Ellos me miran, pero no corresponden a mi gesto. Tengo que romper esa barrera,
la barrera de la confianza. Eso es lo que más cuesta, pero una vez superada, se
puede decir que hemos realizado más del setenta y cinco por ciento del trabajo,
y en algunos casos, un porcentaje mayor. La mirada de ella se desvía hacia mis
blanquísimos dientes. Se queda fija, como perdida, seguramente, después de años
de estar contemplando la del becerro, sorprendida de encontrarse con una
dentadura que no sea amarilla. Y entonces se obra el milagro. Una sonrisa
esplendorosa ilumina poco a poco su rostro.
—Gracias.
—Por favor, señora, no hay de
qué.
Percibo cierto recelo en la
mirada del marido. Jamás ha llamado señora a su esposa, y no le gusta que un
extraño lo haga. A ella sí, a ella sí le gusta. La mitad de la pareja ha roto
la barrera de confianza, de eso no hay duda. Sólo queda la otra mitad. Me
dirijo al marido.
— ¿Me permite que le ayude a
colocar la compra en su coche? Parece que su mujer no está en condiciones de
coger peso.
Ahora sí. Me sonríe. Acabo de
romper la barrera de desconfianza. Trabajo cumplido.
— Si no le importa…Tenemos el
coche aquí mismo.
No le ayudo a llevar el carro.
Podría pensar que desconfío de su fortaleza. Les acompaño. Su coche,
casualmente, está muy cerca del mío. Siempre he pensado que existe algo, algún
ente superior, que vela por mis intereses desde el limbo. No creo en la suerte.
A la suerte hay que ayudarla con la voluntad de que se produzca el hecho
apetecido.
El maletero es grande, y está muy
desordenado, con bolsas y papeles desperdigados en desorden por el espacio. Una
muestra más de la calidad humana del marido, dueño y señor del vehículo.
Mientras les ayudo a colocar los paquetes, pongo en marcha la primera fase.
— ¿Saben ustedes que lo que le ha
pasado a la señora podría ser motivo de indemnización?
— Sí —dice ella con un gesto de
resignación—, Ya me imagino, pero llevaría tanto papeleo, que no merece la
pena.
— Eso es lo que piensa todo el
mundo —contesto mientras saco del carro una enorme caja de detergente—, y sin
embargo, resulta de lo más sencillo. Yo me dedico precisamente a eso.
Los dos me observan mientras me
hago el distraído. Tardarán menos de cinco segundos. Es la ley del márketing.
Una vez despertada la curiosidad, buscarán satisfacerla. Uno, dos, tres…
— ¿A qué se dedica usted? —pregunta
él. Bingo.
— Seguros y reaseguros —sonrío
mientras saco del bolsillo la tarjeta que ya tenía preparada. Se la entrego a
él. Es vital mantener viva en su conciencia la posición de macho dominante que
cree tener—. Salvador Villar, a su servicio. ¿Tienen hijos?
— No —responde ella mientras su
marido esconde la mirada. Resulta evidente que tiene algún tipo de problema
para tenerlos—. No podemos tener hijos.
— ¿Vive alguien en casa con
ustedes?
— No —responde él—. Nadie.
Sigo colocando bultos. Empiezo a
sentirme algo cansado. El carro parece no tener fin, pero es prioritario no
mostrar interés alguno. Serán ellos lo que se ahorquen con el trozo de cuerda
que les he dado.
— ¿Qué tipo de seguros? —pregunta
ella.
— De todo tipo, señora. Desde
seguros del hogar, hasta un seguro que la convertiría en millonaria con lo que
le acaba de suceder.
Los dos se miran. He pronunciado
las palabras mágicas. Nadie, por muy sensato que sea, es capaz de sustraerse a
la posibilidad, por muy remota y absurda que pueda resultar, de convertirse en
millonario de la noche a la mañana. Otra de las leyes del márketing. Hay que
saber despertar la codicia que todos los seres humanos llevamos agregada a
nuestros genes, a nuestro mapa de especie.
— ¿Y sale muy caro un seguro así?
Ni en la mejor de mis
ensoñaciones se me hubiera ocurrido jamás que me iba a resultar tan sencillo.
La pareja parecía de los desconfiados a ultranza, y me están abriendo sus
corazones tras un par de frases. La desconfianza se eclipsa ante la codicia,
artículo tres. El hombre ha formulado la pregunta con los ojos entornados, como
dando por sentado de antemano que la respuesta no le va a satisfacer en
absoluto.
— Más barato de lo que le cuesta
un café diario. Y no de bar, sino el que se toma en su propia casa. Está
demostrado.
He contestado rápidamente y con
seguridad, para eliminar sus dudas de un mazazo. De repente, una ayuda
inesperada me cae del cielo. La mujer se lleva el dorso de la mano a un costado
y lo acaricia levemente de arriba hacia abajo.
—El caso es que me duele,
Antonio…
Otra barrera que cae. Ella le ha
llamado a él por su verdadero nombre.
— Tengo precisamente el seguro
que mejor se adapta a lo que le acaba de pasar. Lo llevo aquí mismo, en el coche.
No le resultaría nada caro. Una cuota de setenta euros al año.
Los dos se miran. Tienen que
igualar apetencias, sensaciones. La codicia de uno tiene que hermanarse con la
del otro. Es necesario para que se produzca un resultado positivo para
nosotros. En este caso son dos. Los resultados son más tangibles en un grupo de
personas. Cuando uno de ellos cae, los otros se ven obligados a seguirle, por
motivaciones tan peregrinas como la envidia, el ansia de superar al otro, la
mezquindad… Resulta gratificante comprobar cómo personas que se suponen maduras
se convierten de repente en lemmings descerebrados.
— Pero no valdría, no nos
pagarían si hacemos el seguro después de que mi mujer se haya caído.
La incitación a nuestra
sacrosanta picaresca nacional. También hay un apartado importante sobre eso en
el manual. El español entrará en picado en nuestros objetivos si le ofrecemos
la chapuza de poder engañar a la compañía. Están en mis manos. Sonrío y guiño
un ojo, tal y como muestran las fotografías de ejemplos de nuestra biblia.
— No se preocupe, señor.
Pondremos fecha de ayer, y arreglado.
La beatífica sonrisa que se
dibuja en sus caras mientras ambos se miran con los ojos brillantes, no deja
lugar a dudas. Han caído en mis redes. La posibilidad de coger un buen pellizco
de una compañía de seguros les enturbia el alma y la conciencia. No importa
nada lo que les cueste, lo importante es estafar a alguien o a algo de una
forma oficial, conmigo como asesor. Lo llevamos en los genes.
— Nos interesa —dice la mujer.
Junto las palmas de las manos,
como dando por cerrado el trato. Comienza la segunda fase, la más importante.
— Muy bien. Me pongo a su
disposición. ¿Podemos ir a algún lugar tranquilo para rellenar los papeles? —les
concedo unos segundos para meditar. Como veo que no se deciden, les tiendo el
anzuelo para llevarles a mi terreno— ¿Viven muy lejos?
Se miran otra vez, pero esta vez
sin sonreír. Se han percatado de la segunda intención que encierra mi pregunta,
y dudan. Al fin y al cabo, soy un desconocido para ellos. Abrirme la puerta de
su casa no les agrada. Aunque claro, tampoco van a desperdiciar la oportunidad
de trincar una considerable cantidad de pasta. Me imagino que el interior de su
cerebro es un tobellino en estos momentos, con la codicia luchando contra la
prudencia.
— No —contesta el hombre—, la
verdad es que vivimos aquí mismo.
— Bueno, si no les importa, no
tengo ningún inconveniente en que nos acerquemos a su casa a firmar los
papeles. Así, de paso, estudiaremos también algún seguro de hogar que les puede
resultar interesante.
— No sé…
La mujer está dubitativa. Ha
llegado el momento de la falsa resignación. En estos momentos recuerdo cuántos
quebraderos de cabeza me costó dominar esta técnica.
— Claro. Entiendo perfectamente
sus dudas. Soy un completo desconocido, y están pasando tantas cosas… No se
preocupen, voy a por los papeles y los rellenaremos aquí mismo.
Me vuelvo y avanzo unos pasos.
Uno, dos, tres…
— Espere, por favor.
Es ella la que me llama. A veces
me pregunto qué intrincado mecanismo del cerebro humano es el que nos empuja a
confiar en alguien que nos ha hecho una referencia al peligro que entraña
confiar en él. Los absurdos recovecos de la mente humana son inescrutables. Me
vuelvo despacio, convencido de que la fase dos está a punto de empezar.
Contesto mientras exhibo la más encantadora de mis sonrisas, mostrando de nuevo
los dientes.
— ¿Si?
— Vamos a nuestra casa —dice ella
mientras lee la aprobación en los ojos del marido—. Estaremos más cómodos.
— Como ustedes prefieran. Les
sigo.
Tras unos minutos, llegamos a una
zona de viviendas adosadas, parecidas a todas las viviendas adosadas que se
desperdigan sin orden ni concierto por el país. Al fin y al cabo, la
manipulación de las conciencias es un arte, y los colegas promotores son tan artistas
como nosotros en esto de vender motos. No hay nada mejor que apelar al superior
estatus que proporciona ser propietario de uno de estos monstruos, a pesar de
que su precio resulte sensiblemente inferior al de un piso situado en una buena
zona de la capital.
Ellos entran en el garaje. A
media rampa, el marido detiene el vehículo y saca medio cuerpo por la
ventanilla.
— Aparque en la puerta. Ahora
mismo le abro desde dentro.
Cuando bajo del coche, suena la
chicharra de la cancela exterior. La empujo y accedo a una zona ajardinada en
plan cuento de hadas, con enanos de piedra de color blanco, tortugas con luces
en el caparazón, plantas de todos los colores mezcladas sin orden ni concierto,
y un césped lleno de calvas. Deben de llevar bastante tiempo viviendo aquí,
cuando ya se han aburrido de cuidar el jardín.
Subo los tres peldaños de la
entrada y pulso el timbre, situado a la derecha de una enorme puerta de chapa
pintada en tono marfil, con cuarterones y adornos de tipo inglés. La hoja se
abre, y me encuentro frente a la mujer, que sonríe mientras se pasa la mano por
su sedoso pelo.
— Pase, por favor.
Miro el felpudo que estoy
pisando. Al levantar el pie derecho y traspasar con el mismo el umbral, noto
una repentina sensación de inusitado placer que me recorre la espalda. Ya está.
— Con su permiso, señora.
El marido me espera en el
vestíbulo. Los abigarrados muebles que lo llenan, uno de ellos con un espejo en
el que no puedo evitar mirarme, apenas dejan entrever el blanco gotelé de las
paredes. Me señala una puerta, seguramente la del salón, y me invita a
seguirle.
— Por aquí, por favor.
— Les ruego que me disculpen.
¿Podría beber un vaso de agua antes? Estoy muerto de sed.
— Claro que sí —contesta ella—.
Pase aquí, a la cocina. También podemos firmar ahí, querido.
La cocina es amplia, con el
fregadero a la izquierda, bajo la ventana que da al frente de la vivienda, y
una mesa de pino con cuatro sillas, pegada a la pared de la derecha. Dejo sobre
el tablero los papeles que he traído. La mujer me tiende un vaso ancho, con una
imagen de Homer Simpson incrustada en él. Me acerco al fregadero y abro el
grifo del agua fría. Pongo la mano bajo el chorro. Sí, sale lo suficientemente
fría para mi gusto. Lleno el vaso y me lo llevo a la boca. Bebo mientras observo
que el marido mira atentamente los papeles que he dejado sobre la mesa. Se cala
las gafas para verlos mejor. La mujer, cruzada de brazos y sonriente, se
mantiene junto a mí, esperando probablemente a que acabe de beber. El marido
entorna la mirada.
— Pero… Dios mío, ¿qué es
esto?...
Todo sucede a la velocidad del
rayo. Casi sin dejar de beber, me quito las fundas de los dientes. Al volverme
hacia la mujer y mostrarle mi verdadera dentadura, se le borra la sonrisa de la
cara, transformándose en una mueca de terror. Quiere gritar, pero no puede. No
noto la menor resistencia cuando le arranco la mitad del cuello de un mordisco.
Mientras su sangre salpica por todas partes y empapa mis manos, que la sujetan
para que no caiga al suelo, la vida se le escapa en un momento, y sus ojos se
tornan blancos. El pelo se desmadeja. Ya no es tan sedoso como cuando se lo
acariciaba un momento antes. Jamás entenderé por qué el pelo humano se
desmadeja de repente ante una situación de terror, pero ocurre. Lo he
comprobado en tantas ocasiones…
Su carne sabe extraña,
ligeramente amarga, pero no me disgusta. No entiendo qué necesidad tiene la
gente de perfumarse el cuello para ir al supermercado, a menos que se haga para
evitar olores corporales desagradables. Mientras la mastico con placer, me
vuelvo hacia el marido. Lo que yo suponía, está paralizado. Pálido, con la boca
abierta, es incapaz de hacer nada. Dejo a la mujer con cuidado en el suelo, y
me dirijo hacia él. Me está esperando, no puedo defraudarle.
Escupo el pedazo de carne de su
esposa mientras clavo las uñas en su garganta. No quiero morderle, porque me da
un poco de asco su barba de tres días. Le quito las gafas y las deposito con
cuidado sobre la mesa. Voy a estrangularle. Su garganta es gruesa, y late bajo
mis garras como un caballo desbocado. Me cuesta. Miro a la izquierda, y cojo un
largo cuchillo de cocina del cuchillero negro de plástico situado al lado del
fregadero. ¿Para qué voy a seguir haciendo fuerza con los dedos?
Sus manos no se mueven cuando
apoyo la punta del cuchillo bajo el esternón y hundo la hoja rápidamente hasta la
misma empuñadura. Mantiene la mirada clavada en mis puntiagudos dientes. Un
abundante borbotón de sangre surge de la herida cuando retiro el cuchillo para
clavarlo de nuevo, esta vez desde el bajo vientre hasta la tetilla derecha. Sus
ojos se entrecierran y se quedan blancos cuando la pupila se retira lentamente
hacia arriba y las tripas salen disparadas hacia las baldosas . Pesa mucho, me
resulta imposible sostenerle. Le dejo resbalar hasta el suelo.
Me siento en una de las sillas de
pino. El cuadro no ha quedado del todo mal. Más tarde colocaré el cadáver de él
junto al de ella, para mejorar la escena. El salpicado ha quedado muy chulo. El
color del azulejo hace que la sangre destaque mucho, como en la sala del
matadero en la que trabajé durante tantos años.
Creo que haré un par de
fotografías, para acompañar a las otras que he dejado sobre la mesa, metidas en
una carpetilla de plástico. Luego me liaré con los cuerpos, hasta la noche. Una
maravillosa merienda cena, y lo que sobre, a las bolsas refrigeradas que guardo
en el coche.
Todo ha salido según lo esperado,
y en menos tiempo de lo que me imaginaba. Se me ha dado muy bien, no me puedo
quejar, pero también es verdad que voy depurando la técnica día a día.
Al fin y al cabo, sólo es
cuestión de márketing.