domingo, 19 de octubre de 2008

La erótica del poder


De repente le invadió una extraña sensación, mezcla de euforia casi incontenible y de lujuria mental. Se notó los nervios a flor de piel, los cabellos erizados a causa de la emoción, las lágrimas a punto de irrumpir como cataratas de sus brillantes ojos. Se tocó la mano izquierda con la derecha, y aprovechó aquel sutil movimiento para pellizcarse enérgicamente en el dorso, para convencerse a sí mismo de que no estaba soñando.

Repitió el pellizco varias veces, para convencerse de que no estaba soñando. Llegó a hacerse una herida con las uñas. Le gustaba el dolor. Ese dolor punzante, agudo, que se autoinflige uno mismo para demostrarse que está vivo. En el colegio se había hecho famoso porque no pestañeaba cuando se trataba de pincharse la yema del pulgar para sacar una gota de sangre, al objeto de observarla en el microscopio. Probablemente, la sangre de Sadorf Lansker había sido la más analizada al microscopio de toda la historia del elitista colegio de Mankerstein ob der Lingen.

Su entrepierna empezó a abultarse, imparable, juguetona, como no lo había desde varios años atrás. Estaba, sin duda, ante la manifestación más nítida de lo que algunos analistas denominaban “la erótica del poder”. En su caso, ese erotismo se estaba manifestando realmente, imparable, fogoso, ardiente y brutal. Llegó a temer por un momento que pudiera llegar a manchar los pantalones. Jamás, ni ante la mujer más hermosa del mundo, había tenido su cuerpo una reacción similar a la que estaba sufriendo en aquel momento. Se mordió los labios con fuerza, para contenerse, hasta sentir otro profundo dolor. Consiguió así, al menos, que su entrepierna dejara de ponerle nervioso.

Ladeó la cabeza, con un gesto de euforia mal contenida dibujado en el rostro. Allí estaba su fiel Maring, con el uniforme de gala, plagado de antiguas medallas, conteniendo a duras penas su grasienta naturaleza. Parecía que iba a reventar, el cerdo de Maring, y que sus medallas, al salir propulsadas por la explosión, iban a impactar contra sus compañeros de tribuna. Miró a su derecha y observó de reojo a Hiding, tan delgado, tan diferente a Maring, con su uniforme negro repleto de cartucheras y adornos de cuero perfectamente brillante, perfectamente negro. A Lansker siempre le costaba un triunfo que su ayuda de cámara mantuviera sus correajes negros más brillantes que los de Hiding, pero en esta ocasión lo había conseguido. Hiding le miraba a punto de reventar de envidia. El brillo de los correajes de Lansker, sus botas, su cinturón, y la visera de su gorra de plato, estaban tan brillantes este día, que si hubiera hecho sol, el brillo reflejado habría provocado la ceguera inmediata de los asistentes. Detrás de Maring y Hiding, todos los demás. Los de siempre. Los dueños de las empresas más potentes de Potosia, contemplando felices el triunfo absoluto de Lansker.

Todo era perfecto aquel día. La música, estridente y perfectamente coordinada, marcaba el paso marcial de los cincuenta mil soldados que iban llenando, desde primera hora de la mañana, el inmenso espacio de la Plaza de Noviembre. Desfilaban como un solo hombre, marcando el paso con la precisión absoluta que habían conseguido después de varios meses de entrenamiento. Al pasar por delante de la escalinata de trescientos peldaños sobre la que se habían situado Lansker y su séquito, miraban hacia la derecha y saludaban llevándose la mano a la frente con un chasquido, con un latigazo más bien, de su brazo derecho. Todo se estaba desarrollando a la perfección. Lansker estaba contento, muy contento, eufórico, excesivamente eufórico. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para calmarse, cuando el último soldado ocupó su puesto en la Plaza de Noviembre. Para distraerse, observó las colosales columnas de hormigón que el famoso arquitecto Calatravich había diseñado para cerrar por su lado norte la famosa Plaza, rematadas por un águila bicéfala de bronce de cincuenta y siete metros de altura. Las gigantescas banderas de trescientos metros cuadrados que se repartían por los otros tres lados del recinto, ondeaban con una marcialidad comparable a la que habían desarrollado los soldados para colocarse.

Un solemne silencio se apoderó repentinamente de aquel lugar. Los altavoces de tres mil watios desperdigados por todas enmudecieron de repente. Había llegado el momento de la verdad. Todos esperaban entusiasmados las palabras de su líder, de su padre, de su Dios. Lansker saboreó sus propias palabras antes de pronunciarlas. Escuchó su propia voz, ampliada por la desmesurada potencia de los altavoces, y se sintió otra vez abrumado por el peso de la púrpura.

- Somos una gran nación. Nacimos casi sin equipaje, a raíz de la miseria que se propagó por el universo a partir de la crisis del 2008, pero nuestro esfuerzo, nuestro tesón, y nuestra poderosa industria, nos han llevado a convertirnos en una nación de referencia en el mundo. Necesitamos crecer, desarrollarnos, limpiar nuestra tierra de todo aquel que no pertenezca a la pura raza laria. Dios nos ha encomendado una gloriosa tarea: la de enseñarle al mundo el camino de la verdad, de la pureza de espíritu, del valor del trabajo y la dedicación personal a una causa justa. Estamos comprometidos con Dios en esta tarea, y tenemos que cumplirla aunque para ello tengamos que entregar nuestra propia vida. ¡! Jair Lansker ¡!.

Las cincuenta mil gargantas profirieron un solo ¡! Jair ¡!, con tanta pasión y fuerza, que retemblaron los cimientos de la tribuna sobre la que se mantenían Lansker y su gobierno. Lansker pasó la lengua por sus labios, sintiendo de nuevo el sabor de la victoria absoluta. Después siguió hablando.

- Ser lario es un privilegio. Un regalo directo de Dios. La capacidad reproductora de nuestras mujeres se ha convertido en paradigma natal del mundo civilizado. Es preciso que le demostremos al mundo que nuestra tierra se ha quedado pequeña para tanto lario. Potosia debe crecer en proporción a su índice de natalidad. Nuestras fronteras limitan ridículamente el terreno sobre el que movernos, y la culpa de eso la tienen los gobiernos que nos rodean, títeres inmundos de la cobardía impuesta por los dirigentes de la revolución del 2020. Esos gobiernos no se dan cuenta de que necesitamos crecer, de que nuestro espacio vital es exiguo, de que nuestra legitimidad expansionista nos da derecho a ampliar nuestro territorio de una manera inmediata, si no queremos morir por amontonamiento de unos sobre otros. Tenemos dos metas, impuestas por Dios. Una, la de crecer. Otra, la de eliminar cualquier elemento interior a nuestras fronteras que impida el normal crecimiento de nuestra sagrada raza laria. ¡! Jair Lansker ¡!.

El segundo ¡!Jair!! proferido por los cincuenta mil resonó en el cielo con más fuerza si cabe que el anterior. Lansker estaba a punto de sufrir un colapso de placer. Todo un país rendido a su pies. Algo que no hubiera sido capaz de imaginar apenas cuatro años antes, cuando se metió en política aconsejado por el profesor de ética política de la Universidad de Mankisten que le había acogido bajo su ala como a un polluelo desvalido. Un profesor del que tuvo que desprenderse Lanski cuando empezó a adoptar actitudes que chocaban frontalmente con la filosofía de las enseñanzas del otro. Lansker recordó la partida de su amado profesor, desde la estación central de Nuborg hacia un destino desconocido. Después siguió hablando.

- Nuestro desarrollo como nación nos exige ampliar nuestras fronteras. Para ello, no nos queda más remedio que invadir Fanosia, nuestro país vecino. Las tropas serán movilizadas mañana mismo para llevar a cabo tan gloriosa misión.

- ¿Cómo dice usté?.

La voz surgió de la primera fila del ejército que formaba frente a la tribuna. Rompiendo la formación, un soldado de color se adelantó unos metros, con el fusil al hombro, pero sin marcar el paso. A Lansker le costó distinguirle a causa de la distancia que le separaba de el. El soldado siguió hablando mientras señalaba la tribuna con la mano izquierda.

- ¿Qué vamos a invadir Fanosia?. Anda ya. Que te den por culo. Yo no voy.

Lansker no podía asimilar lo que estaba escuchando. Su boca se quedó abierta, con el labio inferior medio colgando. Se rehízo rapidamente, mientras el soldado arrojaba al suelo el mosquetón y volvía de nuevo a su lugar en el pelotón correspondiente.

- Fusilen inmediatamente a ese hombre. La primera fila, colóquenlo delante de la tribuna, y fusílenlo.

De la primera fila surgieron, como un solo hombre, siete hombres dirigidos por uno de ellos, que tenía un par de galones más que los otros. Agarraron del brazo al hombre de color, y le colocaron frente a la tribuna. El hombre de color se reía. No trató de huir. Se mantenía de pie, con las manos en los bolsillos, mirando alternativamente a los hombres que le iban a fusilar, y a la tribuna. Lansker se erigió por iniciativa propia en director del pelotón de ejecución.

- Preparados...Aaaaaapunten... ¡!!Fuego!!!.

Los siete soldados, incluido el de los galones de más, miraron hacia la tribuna empezaron a descojonarse de risa. Uno de ellos, un ecuatoriano, se adelantó un poco y se dirigió hacia el consternado Lansker.

- Pero vamos a ver, hermano. ¿De verdad te estás pensando que nos vamos a cargar al “Pachá”?. No me jodas, hermano. ¿No sabes que no hay otro que baile Hip Hop como el?. Sería un crimen, hermano, te lo digo de veras.

El de los tres galones se adelantó también a la tribuna, y señaló poniendo los dedos de forma rara.

- ¿Qué coño es eso de la pura raza laria, hermano?. Aquí somos todos de Ecuador, de Marruecos, de Venezuela, de Brasil, de la India, de Camerún, de Perú, de Tailandia, de Camboya y de China, pero lario... Yo no conozco a ningún lario, amigo. Al menos en mi destacamento.

Lansker estaba empezando a ponerse verde. Miraba a uno y otro lado, y nadie parecía poder darle una explicación a lo que estaba ocurriendo. El de los galones siguió hablando.

- ¿Y qué querías decir con eso de que hay que eliminar a cualquier elemento interior a nuestras fronteras que impida el crecimiento normal de nuestra pura raza laria?. Hay, amigo, eso me huele muy malito.

Lansker alzó los brazos y vociferó como nunca lo había hecho. Sus ojos brillaban a causa del odio que le estaba embargando.

- ¿Es que no hay ningún lario en mi ejército?.

De un destacamento situado a la derecha surgió un hombre pequeño, de tez morena, con bigote. Se situó rápidamente en el centro.

- Yo soy lario, su eminencia. Y todo mi destacamento, también. ¡!!Jair Lansker!!!.

Lansker respiró tranquilo.

- Menos mal. Por favor, haz que tus hombres rodeen a esta muestra de la escoria de la raza humana, y que los fusilen de inmediato. A ver si acabamos de una vez con esta tontería, que se está haciendo tarde.

- Es que...Veréis, majestad... No va a ser tan fácil. Lo de desfilar así, con el paso de la oca y los mosquetones al hombro, pues está bien, es muy bonito y agradable, y además, el que más y el que menos, pues hace un poco de ejercicio, que siempre viene bien. Pero de ahí a fusilar a nuestros compañeros... Eso es muy fuerte, eminencia, tiene usted que comprenderlo. Como lo de invadir Fanosia. Eso es una salvajada. La mayoría de los habitantes de Potosia pasamos los fines de semana a Fanosia a comprar tabaco, licores y chocolate, o a ligar con sus mujeres, que son más altas que las nuestras, aunque no tan fértiles. ¿Cómo vamos a invadirles ahora?. ¿Con qué cara?. Imagínese la escena. “Hola, Virgil. No, no me des la botellita de Calvados de todas las semanas. Es que vengo a invadirte”. Un poco surrealista, ¿no le parece, don sultán?. Además, lo de la pura raza laria... Vamos a ver. Yo estoy casado con una pakistaní, y mi hermano con una francesa. Va a resultar un poco difícil conseguir eso de la pureza, a menos que nos elimine a todos y empecemos otra vez. Mejor lo dejamos, si le parece.

- Sí –dijo el hombre de color que había empezado con esto-. Mejor lo dejamos. Yo ya me he cansado de jugar a soldaditos. Me piro. En la feria que hay al otro lado de la ciudad han puesto una pista de baile con luces de colores. Yo me piro, chicos.

Poco a poco, sin ninguna marcialidad, los cincuenta mil soldados fueron abandonando la plaza, entre murmullos de desaprobación, silbidos, cantinelas y chascarrillos. Los cincuenta mil mosquetones alfombraron el asfalto con un silencio desgarrador. Lansker se volvió a sus colaboradores, Hiding y Maring, con una infinita tristeza reflejada en el rostro.

- ¿Y ahora que hacemos?. Me habéis engañado miserablemente, como a un chino. Me dijisteis que me iba a resultar muy fácil, con mi sagrado carisma, hacerme con las riendas de una nación como la nuestra.

Maring se encogió de hombros.

- Las condiciones eran las ideales, gran Lansker. Mediocridad económica, paro, y alguien a quien echarle la culpa de nuestras desgracias. Ese ha sido siempre el caldo de cultivo perfecto para manejar a las masas. La verdad es que no lo entiendo.

Hiding habló con su voz profunda de guardián carcelario.

- Ya no existen las masas. Si quieres dominarlos, ofréceles un concurso de baile, y dominarás a una parte. Ofréceles fútbol, y dominarás a otra, pero no podrás dominar a todos los grupos al mismo tiempo. No será porque no os lo dije. Venga, vámonos para casa, que empieza a hacer frío, y mañana tenemos que volver a currar.

Lansker, Hiding, Maring, y todos los demás, comenzaron a bajar los trescientos peldaños de la escalinata. Lo hacían en silencio, con la cabeza gacha, ensimismados en sus pensamientos, y rumiando desconsolados la rutina que creían haber dejado atrás. Para colmo, y como una burla del destino, empezó a llover.