jueves, 8 de diciembre de 2011

Saudade

Después de cenar, Francisco, el cojo, se empeñó en seguir con la juerga. Al fin y al cabo era temprano, y viernes. Al día siguiente no había que madrugar. No es que me hiciera mucha ilusión, pero al ver los ojos de los dos ecuatorianos, Edgar y su hermano Jack, supe que no me quedaba más remedio que aceptar.

Subimos de la Baixa al Bairro Alto en el tranvía, como debe ser. La gente nos miraba. Sin duda formábamos un grupo variopinto y multirracial, aunque no cosmopolita porque de lejos se notaba que no teníamos un euro. El cojo, ese extremeño alto, delgado y seco como un sarmiento, a punto de jubilarse, lucía en la cara las arrugas fruto de la azarosa vida que había llevado, primero como contrabandista y después en la construcción. Uno de sus ojos parecía seco a causa de un poco de cal que la cayó una vez. Los dos hermanos, bajos y tochos como todos los de su raza, tenían la piel suave. Oscura, pero suave. Se veían pocos sudamericanos en Lisboa. Por eso les miraba la gente mientras se mantenían agarrados como mandriles a la barra del tranvía, atentos a sus carteras. Yo, un madrileño que había conocido tiempos mejores, trataba de mantener en su lugar, a cada latigazo del vehículo,  la ingente cantidad de bacalao dorado que había comido en un infecto tugurio de un callejón de la Baixa. Era el cumpleaños del cojo, y había que cumplir.

Llevábamos un par de meses en Lisboa, pero apenas conocíamos la ciudad. La crisis en España nos había obligado a buscarnos la vida fuera. La pequeña constructora en la que llevábamos el cojo y yo algo más de diez años nos ofreció dos alternativas: o el despido, o una obra de  rehabilitación de poco más de ocho meses en un antiguo edificio de la Avenida Liberdade. Los dos nos decidimos a venir, junto con los hermanos ecuatorianos, que acababan de entrar. Todos estábamos sin lazos familiares. El cojo, viudo, y yo, recién separado. Los hermanos tenían a toda la familia al otro lado del charco. Pronto me nombraron como líder de la cuadrilla, en una especie de acuerdo tácito y con permiso del cojo, que por edad debería de haber asumido un cargo que sin embargo le venía algo grande por su falta de conocimientos en lo que se refería a planos y números. Y aquí estábamos, alojados en una pensión de la Baixa, sencilla pero muy limpia, a unos trescientos metros de la obra. Aquella noche se produjo, a instancias del cojo, la primera salida nocturna en aquella ciudad.

El Bairro Alto estaba muy animado. Nos sorprendió comprobar la gran cantidad de jóvenes y no tan jóvenes que llenaban las calles. Después de deambular un rato sin decidirnos a meternos en ningún sitio, bien porque la mayoría estaban llenos de gente o vacíos del todo, nos paramos a la puerta de una infecta tasca situada en la rua Diario de Noticias, en la que un cartel anunciaba que se cantaban fados. Con aquel local ocurría lo que en otros muchos lugares de la ciudad: su interior decadente estaba enmarcado por una entrada de cierto prestigio, con un arco de piedra de granito sobre la puerta y un elegante revoco de color amarillo en la fachada. En Lisboa se estaban gastando bastante dinero en la rehabilitación de edificios, y eso se notaba en el aspecto general de la ciudad.

Debatíamos si entrar o no, tratando de que el reguero de líquido que bajaba por el centro de la calle no nos mojara los zapatos, cuando del interior salió un individuo que me pareció cuando menos pintoresco.

—¿Españoles?

—Nosotros dos sí —contestó agrio el cojo—. Estos dos, ya lo ve, pero como si lo fueran.

—Pasen, por favor. Tengo una mesa para ustedes.

—¿Cuánto nos va a costar? —aunque era su cumpleaños, el cojo seguía siendo pragmático en ese sentido.

—Vamos a empezar a cantar fados. Diez euros consumición mínima. Una botella de Oporto para los cuatro.

—Una botella de Oporto no vale cuarenta euros.

El entusiasmo con el que había salido el personaje pareció irse disipando poco a poco. Resultaba muy exagerado en sus ademanes. Era grueso, y bastante bajito. Tenía las manos pequeñas y regordetas. Las movía mucho. Siendo calvo, tenía una mata de pelo en la parte de atrás de la cabeza, negra y engominada. Los ojos, saltones, se movían nerviosos de un lado a otro. Cuando hablaba gesticulaba hasta el punto de dar la impresión de que la mandíbula se le iba a caer al suelo en cualquier momento. Cambió la sonrisa por un gesto de cierto desdén, acompañado de unos movimientos que me recordaron los de un tentetieso.

—Cantamos fados. Una botella de Oporto para los cuatro, cuarenta euros. La mesa está preparada.

Mientras decía aquello, dirigía miradas a otro grupo situado unos pocos metros más abajo.

—¿Qué hacemos? —preguntó el cojo.

—Es que cantan fados, cojo.

—¿Y qué coño importa eso? Hemos venido a beber, no a escuchar gorgoritos. Con una botella de Oporto no tenemos ni para empezar.

—A mí me gustan los fados —dijo Edgar.

—¿Los has escuchado alguna vez, tontolaba? —escupió el cojo mirándole con su ojo seco.

—Al lado de mi habitación en la pensión hay un tipo que los pone a todas horas.

El hombre se impacientaba. Juntó las manos y comenzó a frotarlas con fuerza.

—Bueno, me voy…

El cojo le detuvo.

—Vamos para adentro —mientras decía aquello, miró a Edgar, como nombrándole culpable oficial de la decisión que acababa de tomar—. Una botella de oporto, cuarenta euros, pero de diez años por lo menos.

El hombre puso gesto de fastidio.

—Un oporto de diez años vale mucho más. Un tawny, pero de buena marca.

No había marcha atrás. Entramos tras él, que caminó bamboleante hasta la mesa que nos tenía preparada. El resto del local estaba lleno hasta la bandera. Cinco largas mesas situadas en el lado opuesto al que se situaba el escenario, si es que se le podía denominar así. Consistía en un chal negro con algún que otro jirón y algún bordado dorado, colgado de dos escarpias clavadas al azulejo de la pared, a una altura de unos dos metros. Al pie, dos sillas de anea que parecían a punto de deshacerse y salir corriendo, y todo el conjunto al lado de la minúscula abertura, de poco más de cincuenta centímetros de ancho, que daba acceso a los aseos.

Nos sentamos a la mesa, los hermanos a un lado y el cojo y yo al otro. Tras comprobar el aspecto general del local, el cojo me miró sonriendo.

—Parece una churrería, coño. Y no se te ocurra ir al baño, porque te puedes quedar incrustado entre los azulejos de la entrada.

Parecía contento. El individuo que había salido a buscarnos nos trajo la botella y cuatro copas de cristal. El cojo miró la marca y se puso serio. Después de que el hombre la abriera, se dirigió a nosotros.

—Esta marca de oporto no la conoce ni su padre.

La cosa empezaba mal. El camarero iba y venía moviéndose como un tentetieso. Me recordaba a un maestro de ceremonias de un circo decadente, sacado de un cuadro de Lautrec o Seurat. Entiendo algo de pintura. Tuve una época en la que me encantaba, a la hora del bocadillo, ojear libros sobre el tema. El cojo le miraba con odio asesino. Cuando llevábamos media botella de oporto, detuvo al camarero al pasar a su lado y le preguntó.

—¿Cuándo empiezan los fados?

—Diez minutos —contestó el maestro de ceremonias extendiendo sus diez dedos regordetes.

Nada más alejarse, me acerqué al cojo y le susurré al oído.

—Este hombre tiene cara de llamarse Eduardini.

El cojo me miró y sonrió.

—Eduardini. Es verdad. Tiene gracia. Eduardini.

El vino no estaba malo, desde luego. Ninguno entendíamos un carajo de vino de oporto, así que no podíamos saber si nos habían estafado miserablemente. A los ecuatorianos les encantaba. Se lo bebieron casi de un trago.

Al lado nuestro se sentó una pareja de turistas. Eran una mujer y un hombre chinos, jóvenes los dos. Cenaron aprisa y comenzaron a beber la botella de vino verde que habían pedido. El cojo miró a la china y después se inclinó hacia mí.

—Es guapa, la chica. Joder, entre los hermanitos estos y la pareja de chinos, esto se está pareciendo a la ONU.

El cojo miró su reloj. A los diez minutos justos, se apagó el incómodo fluorescente del techo. Del fondo del local surgieron dos hombres, de bastante edad, ataviados con “trajes regionales”, según los denominó el cojo, de color negro intenso, y botas, también negras, con travillas. Uno llevaba una guitarra y el otro una especie de bandurria grande. Se sentaron en las sillas de anea, que crujieron bajo su peso, y comenzaron a afinar los instrumentos.

Al cabo de unos minutos, se levantó de la mesa del fondo, situada junto a la barra, un hombre alto, con gafas, ataviado con una chaqueta de color gris. Se dirigió al escenario. El cojo y yo nos dimos cuenta entonces de que en aquella mesa estaban los cantantes que nos iban a amenizar la noche.

Haciendo un gesto, el hombre indicó a los instrumentistas que empezaran. Tras un par de compases en los que el cantante pareció reconcentrarse y meditar sobre lo que iba a hacer, hizo ademán de empezar, pero se detuvo. Los otros siguieron tocando como si no hubiera pasado nada. Otros dos compases, y el hombre finalmente se arrancó.

Apenas tenía voz. Escuchamos el primer tema atentamente. El cojo le observaba con un gesto que no supe interpretar, pero se notaba a todas luces que no le gustaba. Cuando terminó la primera canción aplaudimos, y al terminar la segunda, también.

—Esos fados que ha cantado no son como los que pone mi vecino de habitación —dijo Edgar consternado—. Estos son mucho peores.

—A ver si lo que pone tu vecino son coplas, capullo —dijo el cojo.

—Sé de sobra distinguir una copla de un fado, cojo, no te burles de mí.

El cojo se dio la vuelta y se dirigió hacia mí mientras apuraba su copa de oporto y se servía otra.

—El caso es que nos han estafado.

Su siniestra mirada no dejaba lugar a dudas. Iba a liarla. Ya le conocía de sobra. Se remangó y volvió a coger del brazo al maestro de ceremonias cuando pasó a su lado.

—Oye tú, Eduardini, ¿qué es la saudade?

Uno de los peones portugueses de la obra en la que estábamos no paraba de hablar de la saudade. Era de Oporto. A la hora del bocadillo, nos daba la murga. Saudade por aquí, saudade por allí… Eduardini levantó las manos y movió los dedos.

—Ah, la saudade… Es algo que no se puede explicar.

Se giró con un rápido movimiento y se dirigió a otra mesa.

La china estaba totalmente borracha. Había cogido un tablón como un piano con el vino verde. Se descalzó y se dirigió al aseo. El cojo dio un respingo al verla.

—Será guarra… Mírala, se va a meter en el aseo descalza. Está como una cabra. ¡Y encima se ha equivocado y se ha metido en el de tíos!

El cojo no paraba de reír. Estaba empezando a estar a gusto, más que nada porque de una forma u otra pensaba liarla, y probablemente aquella china borracha le iba a servir de excusa o de detonante para ello.

El segundo artista era otro hombre de pelo blanco, vestido con un jersey de color rosa que le quedaba pequeño. Parecía que se iba a ir al colegio al terminar de cantar. Lo hizo mejor que el primero, o eso nos pareció al menos. Al tiempo que cantaba, movía una mano mientras mantenía la otra en el bolsillo del pantalón.

La china no dejaba de hablar en medio de las dos canciones. El público no paraba de chistar para que se callara, sin ningún resultado. Su belleza quedaba eclipsada por completo gracias a su desagradable y chillona voz. El chaval que la acompañaba daba muestras visibles de sentirse incómodo al lado de su ruidosa compañera.

El cojo me miró sonriendo al terminar el segundo artista. Yo no sabía muy bien qué significaba esa mirada, pero no me esperaba nada bueno.

Entonces salió ella.

Era una mujer bastante madura, mayor de cincuenta y menor de sesenta, sin llegar a gruesa pero rotunda, con pelo rubio y un chal verde sobre los hombros. Sin duda, en tiempos había sido guapa, muy guapa. Sin demasiada convicción, le hizo una seña a la china para que se callara. Los músicos comenzaron a tocar sus instrumentos. Tras los primeros compases, empezó a cantar. Lo hacía muy bien, sin duda la mejor de la noche. Tras las dos primeras estrofas, comenzó la tercera, con una potente subida de voz.

A mí se me puso el vello de punta. Sentí que el corazón me daba un vuelco en el pecho. El cojo se irguió en su asiento, con gesto muy serio. Sin duda aquella voz le había calado tanto como a mí. Resultaba increíble. De repente, el escenario dejó de ser el escenario cutre que habíamos visto al entrar, transformándose por obra y gracia de la aterciopelada voz de aquella mujer en un gran teatro en el que se homenajeaba a la canción portuguesa. Hacia la mitad de la actuación, sucedió algo que hizo que los cuatro nos incorporáramos para mirar. De la mesa del fondo, la ocupada por los cantantes, surgían coros a boca cerrada que acompañaban de forma perfectamente acompasada la melodía que estaba desgranando su compañera. Era una forma sin duda de homenajear su buen hacer.

De forma inexplicable, algo que al principio me asustó, el ojo seco del cojo comenzó a humedecerse. No me podía creer lo que estaba sucediendo. Los dos hermanos miraban a la cantante embelesados, disfrutando de cada una de sus frases a pesar de no entender absolutamente nada de lo que decía. No hacía falta. La letra era lo de menos. Lo importante eran la música y la forma de cantar.

Cuando acabó, el cojo se levantó de su asiento y aplaudió entusiasmado. Sin duda, aquella mujer había conseguido eclipsar con su arte las ganas de liarla de mi compañero. Nunca le había visto emocionarse por nada, hasta aquella noche mágica.

La mujer saludó con alegría los aplausos y los “bravo” que gritaron los demás cantantes. Una rosa voló de una de las mesas y calló a sus pies. Eduardini se acercó a nuestra mesa, bamboleante y aplaudiendo fuertemente con las dos manos, como una morsa. Parecía mentira que de unas manos tan pequeñas surgiera un sonido tan estruendoso como el de sus aplausos. Sin dejar de palmotear, se agachó hacia el cojo.

—Esto es saudade.

El cojo sonrió y afirmó lentamente con la cabeza.

Después de varios minutos, la mujer emprendió su segundo tema. Nada más comenzar, la china empezó a hablar. El cojo clavó sobre ella una mirada asesina. Ella le miró a su vez y empezó a reír. Traté de detenerle, pero no me dio tiempo. Antes de que le cogiera del brazo, el cojo se levantó de la silla como impulsado por un resorte. Se dirigió directamente a la mesa de la china, la cogió en volandas como si fuera una novia, y salió a la calle. Yo salí corriendo tras él.

—!!Cojo, cojo, cálmate, que nos vas a meter en un lío!!

No anduvo mucho. Se detuvo a unos diez metros del local, frente a un ingente montón de bolsas de basura de color negro. Sin pensarlo ni siquiera un momento, arrojó a la chica sobre aquel improvisado lecho de mierda. No pasaba nada, pensé. Al fin y al cabo, a ella no le había importado meterse descalza en el baño de caballeros. Cuando el cojo volvió, sacudiéndose las manos y colocándose la chaqueta, le puse una mano sobre los hombros.

—Estás loco, cojo, coño.

Al entrar, nos dimos de bruces con el novio de la chica, que salía con el bolso y la chaqueta de ella en la mano. Nos miró con una expresión extraña, mezcla de miedo y odio. Por un momento pensé que nos iba a dar una patada en la nuez, o algo así. Con esa gente nunca se sabe. Optó por salir corriendo a socorrer a su amada, que gritaba como una loca desde el montón de bolsas sin poder salir de allí, a causa sobre todo de la tremenda tajada que llevaba.

—Pensé que nos iba a dar una paliza.

—¿Ese? —dijo el cojo— Para eso hay que ser hombre, y un hombre no es un hombre si no es capaz de mantener callada a su mujer.

Amén, pensé mientras entrábamos y tomábamos asiento de nuevo. Sin dejar de cantar, la mujer sonrió y le dedicó al cojo una mirada de agradecimiento. Este levantó su copa en su honor e inclinó la cabeza. Sin duda estaba sembrado. Se ladeó un poco y me susurró al oído.

—Esta es la mejor noche de mi vida.

Me lo creí. Aquel tugurio infecto, más semejante a una churrería que a un cabaret, se había convertido en un hervidero de sentimientos a flor de piel por obra y gracia del fado bien cantado. O más bien gracias al duende, pensé, que surge en cualquier lugar del mundo, ya se escuche jazz, bossa nova, flamenco o lo que sea. Cuando el duende aparece, nada le detiene. Como solía decir el cojo, ni en Roma, ni en Pekín ni en Madagascar. Los ecuatorianos lloraban a moco tendido, acordándose sin duda de la gente que habían dejado en su país. Yo recordé mi casa, mis amigos… Eduardini tenía razón, aquello era saudade.

La mujer acabó y el público volvió a romper en aplausos. Eduardini palmoteaba chillando “bravo” como un poseso. El cojo se levantó y gritó a su vez un par de veces. La mujer le miró y volvió a sonreír, agradeciendo su sentimiento.

Los dos policías aparecieron, acompañados de la china y su novio, justo cuando estaba cantando un hombre invidente, cuya voz parecía surgir directamente del alma. La china señaló al cojo y gritó algo, pero el policía le hizo un enérgico gesto con la mano para que guardara silencio hasta que el hombre terminara de cantar. La chica, ajena por completo al duende, se cruzó de brazos con la insolencia del ignorante, del que es incapaz de percibir el sentimiento. Miraba alternativamente a los policías, que escuchaban embelesados, y al cojo. Cuando el hombre terminó su actuación, el cojo aplaudió. Una vez que se hizo de nuevo el silencio, comenzó a levantarse para dirigirse a la puerta.

Eduardini surgió de repente de la nada, como lo había hecho a lo largo de toda la noche, y colocó un fuerte brazo en el hombro del cojo, obligándole a sentarse de nuevo. Se dirigió directamente hacia los policías, hablando en portugués. Se estableció un diálogo a gritos, en el que la china señalaba al cojo de vez en cuando y Eduardini juraba y perjuraba, por lo que conseguimos finalmente entender, que era la primera vez que veía a aquella chica. La policía entró y preguntó a varios clientes. Todos dijeron lo mismo, que no la habían visto nunca. Eduardini gritó que todos los bares de la zona eran parecidos, y que seguramente, con la tajada que llevaba —todo el mundo rió ante su ocurrencia—, la buena mujer se había equivocado de lugar. Al final, los policías y la pareja de chinos se fueron por donde habían venido. Ella comenzó a darle golpes a su novio, que seguramente había decidido prudentemente no intervenir en absoluto en todo aquel lío.

La noche mágica se prolongó hasta las doce. Tras escuchar a todos los cantantes, emprendimos lentamente el camino a la pensión. No intercambiamos una sola palabra. Estábamos bien, serenos y tranquilos, con ese bienestar que produce el hecho de haber pasado una noche inolvidable. Edgar se agarró del brazo de su hermano. Al verles así, acaramelados, el cojo soltó una risotada y me cogió del brazo a mí.

Al mirarme, pude contemplar perfectamente la saudade reflejada en sus ojos.