domingo, 30 de diciembre de 2007

Tarifa plana




- ¿Diga?.
- Hola, mamá. Soy yo. Natalia
- ¿Natalia?. Hija, qué sorpresa. Hace más de un mes que no tengo noticias tuyas.
- Por eso te llamo. Es que hemos contratado una tarifa de teléfono móvil, que te permite hablar durante treinta minutos con cualquier número del mundo, con un coste mínimo.
- Me has cogido de casualidad, Natalia, hija. Iba a salir con unas amigas. Vamos a acercarnos a la presentación de la última novela de Ginesito Riquelme. Ya sabes, aquel niño tan mono que te cortejaba en el club.
- No recuerdo a ningún Ginesito, mamá.
- Si, mujer. Tienes que acordarte. Aquel que llevaba el bañador ceñido y subido hasta las tetas.
- No, mamá, no me acuerdo. Escucha, mamá. Tengo poco tiempo, y lo que tengo que decirte es importante. Siéntate, por favor.
- Vaya. Natalia, hija, me estás preocupando.
- No te asustes. Todo va bien. Solo pretendo que, durante los próximos treinta minutos...Bueno, veintisiete... Me des una razón para que no me suicide.
- ...
- ¿Mamá?. ¿Estás ahí?.
- Por supuesto que sigo aquí, Natalia, pero, ¿me puedes explicar que clase de barbaridad se te ha ocurrido?.
- Esta mañana me he levantado con esa idea. Anoche tuve fiebre. Cuando desperté, Harry no estaba a mi lado. Tenía una cena de negocios, que al parecer se había prolongado hasta esta mañana. Me encontré sumida en una depresión tan grande, que me he convencido de que mi vida no merece la pena vivirla.
- Pero tú no tienes ningún motivo para deprimirte, Natalia, hija. Vives en Nueva York, tienes un marido que te quiere, una hija preciosa.
- Vivo en Nueva York. Dicho por ti, suena importante. La ciudad más fabulosa del mundo. El centro del imperio, como Roma en su época. Pero Nueva York es muy grande. En realidad vivo en un piso cochambroso, desde el que tardo casi tanto en llegar al centro como de Madrid a Zaragoza, por poner un ejemplo. Pago un alquiler tan sangrante, que más parece un chantaje de la mafia. Cuando nieva, durante buena parte del año, tenemos que pasar una hora quitando con una pala la nieve acumulada en la puerta. Mi hija es preciosa, eso no te lo niego, pero empiezo a pensar que hasta el hecho de cuidarla, de sacarla adelante, me viene grande, que no estoy preparada para criar a nadie. Harry está absorbido al cien por cien por su trabajo. Yo cuido de la casa y de Marta, y Harry se encarga de pagar las facturas y los absurdos caprichos que tenemos de tanto en tanto. A eso se reduce mi vida, mamá. Nada más.
- Un momento, Natalia, hija. Dime una cosa: ¿porqué me llamas a mi?.
- Antes de llamarte he sopesado la posibilidad de que te sorprendiera que te llamara a ti, y no a papá, como hemos hecho siempre que hemos tenido algún problema. No me equivocaba. Una hija tuya te llama desesperada, y lo único que se te ocurre es preguntar porqué te ha llamado. No has cambiado nada, mamá, y no cambiarás nunca. Te he llamado, para que lo sepas, porque he llegado a la conclusión de no he hecho absolutamente nada en mi vida que tu no hayas planeado o previsto con antelación.
- No te entiendo, Natalia.
- Me entiendes perfectamente, mamá. Has mangoneado a tu antojo, sin que apenas se note, a toda tu familia. A tus tres hijas y a tu marido. Y has sabido, y eso es algo francamente digno de admiración, mantenerte siempre en la sombra, en un segundo plano, como si la guerra no fuera contigo. Desde fuera siempre ha dado la impresión de que era papá el que controlaba todo, con su fuerte personalidad, su don de gentes, su rectitud de militar... Todo era perfecto. Un mundo feliz. En apariencia, por supuesto, porque cuando me despertaba por las noches, solo te escuchaba a ti, hablándole, ordenándole, más bien. Y el se limitaba a afirmar, no muy convencido, a asimilar todo lo que tu le proponías, como aquella noche en la que le dijiste, casi con gimoteos, que tres hijas eran demasiadas para una persona como tu, que era lo mejor para Natalia, que muchas otras madres pagarían una fortuna por el privilegio de meter a su hija en un internado como aquel en el que me metisteis al día siguiente.
- Era lo mejor para ti, Natalia. Un colegio prestigioso, extremadamente caro, recto, religioso...
- Tan extremadamente caro, que todas mis compañeras procedían de madres tan vacías y superficiales como tu, mamá. Tan recto y religioso que empecé a fumar a los doce años, a beber a los trece, a drogarme a los catorce y a follar a los quince. En un ambiente selecto, por supuesto. Todo eso lo sabías de sobra, pero cuando las monjas te informaban de mis devaneos te limitabas a mirar para otro lado y a firmar un jugoso talón.
- Hice lo correcto, y te aseguro que lo volvería a hacer.
- Eso sí que me lo creo. Te quitaste de encima lo que para otra madre normal hubiera supuesto una alegría. Para ti, yo no era más que una carga de trabajo suplementaria.
- Era lo mejor para ti.
- Puede que fuera lo mejor, pero en cualquier caso, no para mi, sino para ti. Lo único que aprendí de aquello es que no me podía fiar ni de mi madre.
- Una enseñanza que viene muy bien para afrontar la vida.
- Una enseñanza que te vuelve egoísta, huraño, mezquino y tan hijo de puta como todo el que te rodea, porque no te puedes rodear de otra cosa siendo como somos, mamá. No soy más que la consecuencia lógica del robo de la infancia al que me sometiste. Ese es el peor crimen que se puede cometer contra una persona, mamá. El robo de su infancia. Solo comenzaste a preocuparte un poco de mi cuando ya estaba completamente echada a perder. Como cuando me apuntaste al club. Un club selecto, como todo en tu vida. De espíritu deportivo, prestigioso, con amplias zonas verdes, picadero, embarcadero...Recuerdo que parecías entusiasmada cuando me enseñaste el folleto. Una de las pocas ocasiones en las que no te he visto actuar, mostrar esa falsa alegría que tanto te gusta enseñar a los demás.
- Yo no he mostrado nunca falsa alegría. Mis sentimientos son sinceros.
- Tus sentimientos son inexistentes mamá. Siempre te has movido impulsada por prejuicios, avaricia, soberbia... Nunca por sentimientos como lo que se entiende por esa palabra. Aunque reconozco que has sabido actuar perfectamente, mamá. En ese sentido, es una lástima que el mundo del espectáculo haya perdido a una actriz tan soberbia como tu.
- En el club hicisteis amigos, tanto tus hermanas como tu.
- Si. Sobre todo Clara, la pobre, que se quedó embarazada con quince años del hijo mayor de aquel empresario.
- Eso no es cierto.
- Venga, mamá, no lo niegues. A estas alturas, ya no. Me voy a suicidar, y creo que tengo derecho a sincerarme con mi madre. Clara se quedó embarazada, y tu la mandaste a Londres durante una semana con la tía Julieta. Ni siquiera tuviste el coraje y la decencia de acompañarla tu.
- Se trataba de un viaje de estudios.
- Se trataba de un viaje de mierda, mamá, no me jodas.
- No me puedo creer que tu hermana te haya contado algo así.
- Tranquila. El muro de incomunicación que levantaste entre los hermanos te quedó perfecto. Me lo contó la tía Julieta a los dos años de que sucediera, haciéndome jurar y perjurar, tal era el miedo que te tenía, que no te diría nada.
- La tía Julieta siempre ha sido una débil de espíritu, una retrasada.
- Esa es tu forma de catalogar a los que no consideras a tu altura, mamá. Lo malo es que no reconoces que todo el que ha tenido algo que ver contigo, más tarde o más temprano se ha convertido en un vegetal, en un muñeco roto.
- Me estás demonizando demasiado, Natalia. Por mucho que intentes hacerme aparecer como la mala de la película, no me vas a convencer.
- Resultaría una tarea inútil tratar de convencerte de algo, mamá, pero sí te pido que bajes de tu nube por un momento y eches una mirada a tu alrededor. Tu marido, internado en una residencia de Burgos, medio tetrapléjico a causa de una esclerosis que tardó en aceptar debido a tu reticencia a que visitara a un especialista. Tus hijas Clara y Alicia separadas, con tres hijos cada una. Tus hermanos y hermanas, que no se hablan entre sí desde hace décadas.
- La única normal debes ser tu, hija.
- Yo me voy a suicidar, mamá. No me digas que no te resulta grotesco. Tan grotesco como mi matrimonio con Harry.
- A Harry le escogiste tu, contra mi voluntad. No me puedes negar eso.
- Es cierto, mamá. Al principio hasta me agradaba la idea de haber intimado con alguien al que tu no podías ni ver. Recuerdo que se te torcía el gesto cuando aparecíamos Harry y yo, cogidos de la mano, en la timba de canasta que montabais papá y tu todos los domingos por la tarde en la cafetería del club. Y que se te torcía cada vez más, porque comprobabas que no podías quitártelo de encima con la misma facilidad con la que te habías deshecho de los tres novios que me había echado al salir del internado, uno detrás de otro, aduciendo razones tan peregrinas como su pobreza de cuna o su forma de vestir. El día de nuestra boda, tu no hacías otra cosa que enumerarme los defectos de Harry al oído, una costumbre tuya que siempre he odiado, como tantas otras. Me hablabas mal de Harry, de su padre, de su madre y de toda su casta. Según decías, pertenecían a una clase social muy inferior a la nuestra, como si el concepto de clase social fuera lo único importante.
- Siempre ha sido así, hija.
- En tu mentalidad enferma y retrógrada, mamá, pero no en la mía. Como te iba diciendo, Harry te caía mal, y eso me encantaba.
- Es cierto. Siempre con esos jerseys de cuello alto de color rojo...Parecía un pájaro loco.
- Me encantaba que te cayera mal. Y supongo que siguió cayéndote mal hasta el momento en el que te acostaste con el.
- ¿Qué estás diciendo?.
- No te escandalices, mamá. Yo ya lo he superado. Ocurrió hace muchos años. Es algo que suele suceder entre amigas, mamá. Una amiga se acuesta con el novio de la otra. Es como un juego, como una competición para ver quien tiene más atractivo para un determinado hombre, pero en tu caso no tenía ningún sentido, por la sencilla razón de que tu nunca has pretendido ser una amiga para mi, sino más bien todo lo contrario. Te has preocupado concienzudamente de poner las barreras necesarias para demostrar tu autoritarismo, tu papel de madre dominante. Te has ocupado más de mis modales que de mis sentimientos, y hasta tal punto has pisoteado estos últimos, que no pestañeaste a la hora de acostarte con mi reciente marido.
- La educación es el principal valor de una persona.
- Ese consuelo me queda. Al menos me queda el consuelo de que a Harry te lo tiraste de una forma muy educada. Una guarrada con clase. Pero no te preocupes, mamá. Reconozco que se trataba de una especie de venganza tuya por haberme casado con el. Yo tuve la culpa. No debería haberte llevado la contraria.
- ¿Cómo te enteraste?. No por Harry, desde luego.
- Por Harry, mamá. Por Harry. ¿Por quien, si no?. Hace cinco años, cuando todavía manteníamos una conversación de vez en cuando. Un ataque de sinceridad, después de una romántica cena de aniversario. Fue su regalo, mamá. Ya conoces a Harry. No puede soportar nunca la tentación de arruinar un momento bonito.
- Solo ocurrió una vez, Natalia.
- Tenías que montar tu escenita de devoradora de hombres, mamá. Forma parte de tu naturaleza. Lo que más me dolió fue que lo hicieras nada más volver de nuestra luna de miel.
- Fue algo impremeditado, Natalia. Sucedió, simplemente.
- No digas tonterías, mamá, por favor. Jamás has hecho nada en tu vida que no estuviera perfectamente calculado previamente. Estoy segura de que lo que hiciste con Harry lo has hecho otras muchas veces.
- Eso es algo que no te importa.
- Papá siempre estaba dispuesto, pero a ti no te bastaba. A el le tenías asegurado. Siempre a tu lado, siempre comiéndote de la mano. Necesitabas sentirte deseada. El morbo de la conquista de los amigos de tus hijas. De sentirte joven. Un juego al que jugabas sin importarte lo más mínimo el daño que pudieras causar a tu alrededor.
- Me estás poniendo de vuelta y media, Natalia. Sinceramente, no me veo a mi misma tan monstruosa.
- Más que monstruosa, mamá, eres una auténtica hija de puta. Tan hija de puta eres, que te llama tu hija para decirte que se va a suicidar, y solo te preocupa intentar justificar las atrocidades que has cometido a lo largo de toda tu asquerosa vida.
- Yo no te he pedido que me llamaras.
- Ya lo sé. Lo he hecho yo, por mi cuenta. Es una de las pocas decisiones que he tomado en mi vida en la que no has participado tu. El tiempo corre, mamá, y no has conseguido hacerme cambiar de idea, sino más bien todo lo contrario. Necesito que me des una razón por la que merezca la pena seguir viviendo.
- ¿Te van mal las cosas con Harry?.
- No me hagas reír, por favor, mamá. De sobra lo sabes. No me van, simplemente. Ni bien, ni mal. Llevamos un par de años en la que la única conversación, si es que se le puede llamar así, la mantenemos por la noche, cuando me llama para decirme que se tiene que quedar hasta más tarde en el trabajo, que le han surgido complicaciones de última hora. Al día siguiente, su ropa huele a colonias que ni conozco ni uso. Como si no le importara que yo me entere de algo. Me considera sosa, aburrida, la zona gris de su vida. En las fiestas que organizan a veces en su empresa le brillan los ojos. Solo se le empañan cuando yo me pongo a su lado. Es lógico. No estoy a la altura de su ambición. Debería ser una mujer dinámica, deportista, vestida para esas ocasiones con joyas y trajes caros, cuando por desgracia soy todo lo contrario. Creo que lo mejor que le podría ocurrir a Harry es que yo me quitara de en medio. Se te está acabando el tiempo, mamá, y no me has dado ninguna razón para seguir viviendo.
- Te voy a dar una buena razón, hija: por favor, ahórrame ese disgusto.
- Esa molestia, querrás decir. Esa no vale. Ya lo he pensado, y es uno de los motivos principales que me empujarían al suicidio. Imaginarte teniendo que dar explicaciones en el club, la molestia del traslado de mi cadáver, hablar con el padre Salva, tu confesor de toda la vida...No, mamá. Te veo observando mi catafalco, con ese rictus que se te dibuja en la cara ante las circunstancias adversas, y deseo fervientemente que llegue ese momento. No llorarías, simplemente porque nunca lo has hecho y ni sabes ni te interesa saber como se hace, pero es indudable que pasarías un mal rato.
- Pues no se me ocurre otra razón, Natalia.
- Ya me lo imaginaba, mamá.
- Lo único que te pido es que, antes de hacerlo, cojas a tu hija en brazos y la mires directamente a los ojos durante unos minutos.
- ...
- ¿Natalia?.
- Estoy aquí. Eres una auténtica cabrona, mamá. Lo has conseguido.
- Dentro de un par de semanas iré a veros. Tengo que llevarle un regalo a mi nieta.
- Vale, mamá, vale. Ahora tengo que dejarte. Marta está llorando. Seguro que tiene hambre.

martes, 25 de diciembre de 2007

Dulce Navidad

Todos los años la misma monserga. Aguantar a tu hermano pequeño, a tu cuñada, a los mostrencos de tus sobrinos... Siempre lo mismo, la misma rutina, año tras año... Los falsos besos, las falsas sonrisas, las falsas lágrimas al recordar a los que ya no están con nosotros, las zalamerías, los chistes, la cena de diseño encargada por tu cuñada, con platos cada año cambiantes, en ese alarde de originalidad absurdo y rimbombante que lo único que te suele provocar son náuseas y ardor de estómago...

Las miradas de reproche de tu mujer, ni de lejos a la altura del caché de la mujer de tu hermano (rayos UVA frente a piel blanquecina y granulada, pelo cuidado y de corte moderno frente a permanente de peluquería de barrio, piernas de muerte frente a columnas jónicas, un metro ochenta de estatura frente al metro sesenta de la tuya...).

Y después de la cena, los licores, siempre de marca, siempre caros, siempre insultantes, mirándote desde ese vasito de cristal de Murano y haciéndote guiños, como diciéndote “tu no me puedes comprar, capullo. Pertenezco a los importantes”. Y después de los licores, el niño, que viene llorando porque quiere que le compres esa consola tan chula que tienen sus primos, y los primos, que vienen descojonándose de risa de la Game boy arcaica, que parece un ladrillo, la jodía, que ha traido tu hijo, en un vano intento de impresionarles. Y la mirada de socarronería de tu hermano cuando le preguntas el precio de la puñetera consola, y la risa nerviosa de tu cuñada, y las miradas de tu mujer, cada vez más cargadas de reproche, de tristeza, de resignación... Y ese licor que, de tan bueno que es el hijoputa, se te sube a la cabeza y te hace imaginar escenas de asesinatos familiares y primeras planas en el periódico de dentro de dos días, porque claro, como mañana es Navidad, no hay periódicos, ni pan, ni nada, coño.

Y luego, la discusión, tu despotricando contra los inmigrantes y tu hermano, que a pesar de ser ricacho se define de izquierdas, diciendo que tal y tal, y que sin inmigración no habría más trabajo, y tu que y una mierda, que no hay nada más absurdo que ser de izquierdas con pasta, y tu hermano que te responde que lo absurdo es ser un currito de derechas, y tu mujer y la garza dándole la razón, y tu niño pidiendo la consola...

Todo eso piensas mientras que el tipejo te dice que vayas más rápido, que tiene prisa, que esta noche es Nochebuena. No sabes si decirle “y mañana Navidad”, o levantarte de tu taburete y darle una hostia. Porque esa es otra. Hay que ser pringao para currar la mañana de Nochebuena. Y siempre te toca a ti, además. Le colocas el sello en el certificado, descargando tu adrenalina con ese matasellos, que si fuera un mazo le habrías pegado con el en la cabeza al tipejo.

Y cuando se va el tipejo, aparece un panchito.

Tócate los huevos.

Te dan ganas de decirle que se venga a cenar a casa de tu hermano, para que vea que te llevas bien con los inmigrantes.

El hombre no dice ni hace nada. Solo te mira. Esperas un momento a que te presente lo que sea, el papelito, o el sobre, o el certificado, o lo que sea, pero no hace nada. Solo te mira a los ojos. Tú te encoges de hombros.
- ¿Y? –le dices-
- Buenos días, señor. Deseo mandarle dinero a mi hijo, señor. Está en Sevilla, y no he podido ir a verle porque he tenido que trabajar, Quinientos euros, señor.

Se trata de un hombre más o menos de tu edad, rodando la cincuentena, de corta estatura, ojos pequeños pero profundos, piel morena, pelo negro y pómulos muy marcados. Un panchito de catálogo, vaya.

- Tiene que hacer un giro. Este es el impreso.

Le alargas el papelito y miras al siguiente en la cola. El hombre se queda mirando el papelito. El siguiente no se atreve a acercarse. Parece intuir lo que va a ocurrir, y a ti te pasa lo mismo.

- Yo no sé escribir, señor. Lo único que quiero es mandarle a mi hijo quinientos euros.

Es Navidad. La gente es buena. Los de la cola te fulminan con la mirada. Tienes que rellenarle al panchito el papelito si no quieres que te linchen la caterva de filántropos que se han dado cita para colocarse en la cola de correos, el día de Nochebuena, detrás de un panchito.

- Traiga.

Las cosas se han calmado. Los más espabilados de la cola primero, y al final todos, se han mentalizado de que la cosa va para largo, y se han cambiado a la de Pepi. Que se joda, Pepi. Se ha largado a desayunar a media mañana y ha tardado más de un cuarto de hora, dejándote todo el pastel y los cabreos de los colistas a la peor hora del día.

Rellenas el impreso y le preguntas al hombre, que no te quita la mirada de encima.

- A dicho Sevilla, ¿verdad?.
- Así es, señor.
- Pues ya está. Tardará un par de días en llegar. Deme quinientos tres euros, por favor.

El hombre te mira, pero no hace nada. Dudas. Probablemente no te haya entendido, o piense que le estás cobrando tres euros de más por tu cara bonita. Le repites el tema modulando más despacio y adoptando ese grave tono de voz cuando quieres imponer respeto a alguien.

- Quinientos tres euros, por favor. Los tres euros son por la tramitación.

El hombre empieza a negar lentamente con la cabeza.

- Entiendo lo de los tres euros, pero no me fío, señor. Ya me han engañado muchas veces en su país, y no me atrevo a dejarle los quinientos euros para mi hijo. ¿Quién me asegura a mi que este billete le va a llegar a mi hijo?.
- A su hijo no le va a llegar este billete, señor. Su hijo recoge los quinientos euros, pero este billete se queda aquí.
- No, no... Me tiene que asegurar que es este billete el que le va a llegar a mi hijo. Si no es así, me voy, aunque mi hijo se quede sin dinero.


Muro a la vista. El muro surge cuando es imposible explicarle a alguien un trámite de Correos. Muro de dificultades, le llamáis tus compañeros y tu. Y precisamente la mañana del día de Nochebuena, cuando se supone que deberías estar en casa, tumbado en el sofá y viendo a la Ana Rosa.

- ¿Y que quiere que yo haga?.

El hombre empieza a sudar. Mira a su espalda, traga saliva, y parece acometer un esfuerzo sobrehumano para decirte una sola palabra.

- Ayúdeme.

Al mirarle a los ojos, notas que algo comienza a removerse en tu interior. Percibes claramente que ese hombre no te está exigiendo ayuda, sino que te la pide humildemente, casi sin fuerzas, simplemente porque realmente cree que la necesita. Que necesita tu ayuda para enviarle un giro a su hijo, que está en Sevilla. Necesita ayuda para algo que, en realidad, es sencillo, pero que supone un mundo para el. Nadie te había pedido ayuda, antes, de esa manera. Te gritan, te exigen, te insultan...Pero es la primera vez que percibes que alguien, realmente, te necesita.

Y lo más jodido, o lo más curioso de todo esto es que, de repente, se hace la luz en tu cerebro cuando te percatas de que tienes la solución exacta al problema de este hombre.

- Mire, vamos a hacer una cosa: enséñeme el billete que quiere que le llegue a su hijo.

El hombre saca del bolsillo trasero de su pantalón una abultada cartera, y de la misma un billete de quinientos euros. Te lo entrega. Lo coges, lo miras, le das la vuelta...

- Vamos a hacer una cosa. Usted va a confiar en mi –coges un rotulador rojo y pintas una cruz a la derecha del billete, más o menos de dos centímetros, con las puntas abiertas-. Marcamos el billete, ¿ve?. Y ya está. Así de sencillo. Lo único que tiene que decirle a su hijo es que recoja el giro en la sucursal de la calle Remordimientos. ¿Cómo se llama su hijo?.
- Osvaldo, señor.

El hombre parece más tranquilo. Te parece ver incluso una extraña mueca, parecida remotamente a una sonrisa, dibujada en su rostro. Por lo pronto a dejado de sudar.

- Muy bien, pues todo solucionado. Confíe en mi. Ya sabe donde estoy, así que, si su hijo tiene algún problema para cobrar este billete, viene a verme y ya está.

El hombre parece eufórico. Empieza a jadear de tal manera que te parece que le va a dar un ataque al corazón. Te tiende la mano y aprieta la tuya con fuerza.

- Muchas gracias, señor. Es usted un hombre bueno. Que pase una dulce Navidad.
- Lo mismo le deseo. Hasta luego, hasta luego.

Tienes la impresión de que, esta noche, no vas a tener muchas ganas de entrar al trapo cuando tu hermano saque el tema de los inmigrantes para tocarte las narices.

Te quedas un momento como un idiota, con la sonrisa dibujada en tu cara. Una sonrisa que choca con la cara avinagrada que te está poniendo la señora anciana que blande el paraguas como si se tratara de una katana. Haces un pequeño gesto con la mano para calmarla.

- Un momento, señora. Tengo que hacer una llamada. Diez segundos –marcas y escuchas. Jodida suerte de mierda si no te lo cogen. Pero si, en esto has tenido suerte-. ¿Carlos?. ¿Eres tu?. Soy Ramón. Bien, bien. Oye, escucha, no tengo mucho tiempo, que tengo lío. En un para de días se va a pasar por tu sucursal un tipo llamado Osvaldo, a recoger un giro de quinientos euros. Es muy fácil, mira, te explico: le tienes que dar un billete de quinientos euros, con una cruz roja de unos dos centímetros con las puntas abiertas dibujada al lado derecho, más o menos hacia la mitad.