martes, 5 de mayo de 2009

Veinte sesiones (amores no confesados)


¿Cuántos amores no ya anónimos, sino ni siquiera confesados a nadie, acaban esfumándose en la nada? ¿A dónde va a parar toda esa energía desperdiciada, todo ese torrente de sentimientos no correspondidos? ¿Cuántas vidas podrían haber salido de cierta mediocridad amorosa, si nuestro estúpido orgullo no nos hubiera impedido declararle nuestro amor a la persona que lo encendió?.Los protagonistas de esta historia de encuentros, desencuentros y casualidades, se llaman Isabel, Roberto y Vanesa. Los tres están entre los dieciocho y los veinte años, esa edad incierta en la que las hormonas, sin dejar de hervir desde los catorce años, empiezan a calmarse para dejar paso a otros sentimientos más profundos. Los tres han vivido su correspondiente época de roces, calentones y bofetadas varias, primeros novios y primeras novias, todos ellos corroídos por el acné, la masticación compulsiva de chicle, los cigarrillos mal fumados, y las vomitonas provocadas por alcohol de garrafón. Los tres han resurgido como el ave fénix de sus cenizas, con un aspecto renovado, angelical, perfectamente engrasado y preparado para poder comerse el mundo. El más retrasado, no hace falta decirlo, es el pobre Roberto, quien, a pesar de ser el mayor de los tres, acaba de abandonar recientemente ese universo de Playstation, Warcraft y Xbox que le había abducido nada más cumplir los cuatro años. Después de una sana terapia, basada en las bofetadas de su padre obligándole a que hiciera algo positivo con su vida, y de sobrevivir al correspondiente mono, Roberto decidió practicar un deporte, el pádel, con tan mala fortuna, que en el primer partido tropezó y se dobló ligeramente el cuello. El traumatólogo determinó veinte sesiones de rehabilitación.Para llegar a la clínica, Roberto cogió la costumbre, desde el primer día, de atravesar el centro comercial más importante de su barrio, un Hipercor del que no debemos dar el nombre por cuestiones de no hacer publicidad gratuita. Fue así como conoció a Vanesa, una chica morena, de pelo cortado estilo francés, y perfectamente maquillada. Vanesa estaba enamorada en aquel momento de su jefe de sección, un individuo nebuloso, más que cuarentón, con su vida ya montada, con un descapotable (en la cabeza), y cuyo nombre no nos interesa por lo gris de su naturaleza. El caso es que Vanesa, en un intento de hacerse la interesante, decidió regalarle a su jefe cada día una muestra diferente de las colonias pour homme más prestigiosas del mercado mundial. Y con eso ya tenemos montado nuestro circo de amores y desamores, encuentros, desencuentros, y casualidades, que condujeron a ese desperdicio de energía amorosa.El jefe de Vanesa llegaba al departamento a las cuatro en punto. Roberto tenía la sesión a las cuatro y diez, y pasaba por el departamento en el que trabajaba Vanesa a eso de las cuatro menos dos minutos. Vanesa abría el frasco correspondiente a cada día a las cuatro menos dos minutos. Su belleza casi animal no le pasó desapercibida a Roberto, quien desde el primer día la identificó en su desquiciado cerebro, podrido por los videojuegos, con el alter ego de Lara Croft. El día de la primera sesión, Roberto se detuvo frente a Vanesa, que oteaba el horizonte, a la búsqueda de su jefe, con un frasco de “eau de lechons” abierto. Roberto sonrió, y Vanesa sonrió. Aquella sonrisa comercial fue un flechazo directo al corazón del muchacho. La chica, amable, le roció la cara, y parte del cuello, con una buena dosis de colonia.Sentado en su banqueta, Roberto recibía en su cuello, algo más tarde, los diestros manejos de Isabel, una joven estudiante de fisioterapia recién contratada por la clínica. A la chica no se le escapó el dulce aroma que exhalaba el cuello de Roberto. Ella le sonrió, él la sonrió a ella, y aquello fue un flechazo directo al corazón de Isabel. Después de la sesión, y cuando nadie podía observarla, Isabel olió sus manos, que habían estado en contacto con el cuello de Roberto, y sintió un repentino mareo, que achacó al ritmo desbocado que había adquirido su corazón ante aquella fragancia de intensa masculinidad.Cuando al día siguiente se repitió la operación, esta vez con una colonia diferente, Isabel interpretó esa actitud de Roberto como una especie de jueguecillo amoroso. No pudo encontrar otra explicación al cambio de aroma. Otra vez se olió las manos, y de nuevo escuchó, con la misma intensidad que un concierto de música clásica, la llamada del amor.La historia se repitió en otras diecisiete ocasiones, con los mismos movimientos por parte de los tres protagonistas, y colonias diferentes en cada ocasión. Cada día pensaba Roberto en declararse a Vanesa, cada día pensaba Isabel en que Roberto se le iba a declarar, cada día pensaba Vanesa en declararse a... bueno, a ese. Los tres se saludaban cada día con una sonrisa, cada vez más intensa, a causa de la costumbre y el roce diario rutinario.El último día, el de la sesión número veinte, Roberto se había decidido por fin a decirle algo a Vanesa. Ya no le quedaba tiempo. Al llegar a su altura, intentó abrir la boca, pero sintió una vergüenza tan profunda, que no fue capaz. Sentía que las sienes le latían alocadas, y que el corazón se le ponía a doscientas pulsaciones por minuto. No pudo decir nada. Cuando Vanesa, con su sonrisa habitual, le roció una nube de “Machote di mare”, Roberto supo que jamás volvería a verla.Isabel acarició por última vez el cuello de Roberto. Esperó a que el muchacho se le declarara por fin, pero al ver que se levantaba y se disponía a marcharse, supo que no era esa su intención. En aquel instante, tomó una decisión heroica: declararse ella. Intentó hablar, pero las palabras no la salían de la boca. Minutos después, a solas, se olió las manos por última vez, y después lloró, porque no había sido capaz de declararle su amor al ser querido. Jamás llegó a entender la razón que le empujaba a Roberto a cambiar de colonia cada día.Ni que decir tiene que ni Vanesa se había fijado para nada en Roberto, ni Roberto en Isabel. Los tres estaban enamorados hasta las cachas, pero de la persona equivocada. Los tres cantaban frente al espejo sus canciones románticas preferidas después de ducharse, pensando que, si la otra persona los viera en ese momento, caería enamorada de ellos sin remedio. Es algo normal, lo hemos hecho todos, no tiene porqué avergonzarnos.Se me olvidaba. Vanesa, que era la más lanzada de los tres, decidió un buen día declararse al cuarentón. Cuando abrió la boca, el otro aprovechó para llamar a otro cuarentón, igual de gris que él, jefe del departamento en el que, a partir de aquel mismo momento, iba a trabajar Vanesa. Con muy buen criterio, la chica decidió que el primer cuarentón no merecía la pena comparado con el nuevo.