domingo, 24 de febrero de 2008

El especialista


Entrevistador.- Tenemos el placer de presentarles esta noche a Oscar Player, conocido actor y un gran especialista cinematográfico en escenas de acción. Buenas noches, Oscar.
Oscar.- Buenas noches.
E.- Tenemos entendido que está a punto de rodar la tercera parte de Kill Bill, a las órdenes de Tarantino.
O.- Si, así es. Ya estoy casi completamente recuperado de mi última película, “Unas bofetadas en la ópera”. En mayo me traslado a Nuevo México, a rodar mis veintisiete escenas.
E.- Una carrera de lo más variada. Empezó usted de muy niño, allá por los setenta y pocos, ¿no es así?.
O.- Bueno, concretamente en el 82. Mi carrera comenzó con “Conan el bárbaro”, de John Millius. Yo era uno de los niños que destripaban los malos al entrar y quemar una de las aldeas. Pasaba el verano con mis padres en un pueblo cercano a la zona de rodaje, y cuando se enteraron de que estaban buscando extras, me vistieron con un saco de patatas de arpillera y me llevaron en volandas al set de rodaje. Cuatro añitos tenía por aquel entonces. Todavía me pica el gaznate cuando me acuerdo.
E.- ¿Del miedo que pasó?.
O.- No, del roce de la arpillera sobre las cervicales. Un auténtico calvario. Era como una etiqueta de una camisa, pero más a lo basto. Cuando me cogió un culturista americano para darme el espadazo, no se le ocurrió otra cosa que agarrar del borde del saco. Aparte de que casi me escurro y me salgo por debajo, la tela me hizo herida. ¿Comprende?.
E.- Perfectamente.
O.- Y para que luego cortara la escena, el Millius de los cojones. Menos mal que me dieron un bocadillo de calamares.
E.- Entonces, usted, ¿veraneaba en España?.
O.- Veraneaba, hibernaba, primaveraba...Yo soy español, señor mío.
E.- ¿Ah, si?. No lo sabía. Pensaba que, con su apellido...
O.- Es un nombre artístico. Nací en la Arganzuela, en Madrid, y de pequeño me tragaba tantas salchichas seguidas, que mis amigos me llamaban Oscar Mayer. Cuando empecé en esto del séptimo arte, decidí trasponer un poco el apellido, y cambiarlo por Player, jugador, ¿comprende?. Mi verdadero nombre es Raimundo Soplillos.
E.- No se parece mucho que digamos a su nombre artístico.
O.- Ryta Hayworth se llamaba en realidad Margarita Cansino y a nadie le importaba una mierda.
E.- Tiene usted toda la razón. Usted es un auténtico especialista. Ha participado en más de tres mil películas. Un profesional, un cascadeur, como dicen los franceses.
O.- Bueeeeeno...No exactamente. Verá, yo pertenezco a una rama muy concreta de especialistas. Digamos que me he especializado, que me he doctorado, vaya, en una rama que no tiene nombre, pero que algunos interesados en este complicado arte mío están empezando a llamar RH. Especialista en RH.
E.- ¿Recursos humanos?.
O.- No, bueno, sí, ja, ja, se podría llamar también así. Somos recursos humanos para las películas, pero no, no. Lo que quiere decir RH es Recibir Hostias:
E.- Ah, ya.
O.- Si, eso exactamente. Sin trampa ni cartón. Sin subterfugios. No hay nada mejor que denominar a las cosas por su nombre, ¿no le parece?. Recibir hostias con elegancia y con arte, es lo que sabemos hacer nosotros. El cascadeur al que hace mención está embarrado en muchos temas: tirarse desde una casa, prenderse fuego, arrojarse a un barranco con el coche...Nosotros digamos que somos bastante más elitistas. Recibir Hostias. Y punto. Hombre, se entiende: hostias, tiros, navajazos, bombazos... Todo lo relacionado con la violencia procedente del otro, ¿comprende la diferencia?.
E.- Bueno, creo que si.
O.- Además, los cascadeurs son básicamente conductores de coches, y yo ni siquiera tengo el carnet de conducir. Aunque realmente no es esa la razón, porque para ser especialista de coches no te hace falta, pero es que no me gusta conducir. No me gusta viajar en automóvil, vaya.
E.- ¿Y eso?. ¿Algún accidente?.
O.- Cuando era pequeño. Una cosa es saber encajar hostias, y que te saquen a puñetazos dientes de mentira de la boca, y otra muy distinta dejarte los dientes en el salpicadero, como me ocurrió a mi. Y justo cuando acababa de cambiarlos. Desde entonces le cogí un miedo cerval al coche.
E.- Ya. O sea, que lo suyo es recibir. ¿Hay que tener alguna característica especial para desarrollar su trabajo?. Aparte de un físico envidiable, claro.
O.- Pues creo que no. Ninguna. Saber recibir hostias, nada más. Mis compañeros de colegio se desesperaban cuando comprendían que eran incapaces de causarme daño con sus puñetazos. Yo era como de goma, como un junco. Es un don natural que me ha otorgado...no se quien, y que me ha proporcionado mi forma de vivir. Yo no les respondía a sus golpes, pero acababan tan cansados de intentar tumbarme en el suelo, que el efecto era el mismo que si les hubiera dado una paliza.
E.- Se entrenará usted a diario en el gimnasio.
O.- Pues no, para nada. Lo mío es simplemente agilidad felina, no fuerza bruta. Yo recibo. Hay otros que dan. Depende del tipo de película en la que intervenga cada uno. En las de Steven Seagal solo se recibe, porque a el nadie le toca ni un solo pelo. En cambio, para participar en una de Mickey Rourke, cuando el bueno de Mickey Rourke hacía películas, claro, era más importante dar que recibir, porque siempre se las apañaba para recibir palizas y acabar con la nariz rota. Eran otros tiempos, claro. A lo mejor participábamos cuatro o cinco especialistas en RH, y un par de especialistas culturistas expertos en dar somantas al protagonista. Ahora es diferente. En películas como Kill Bill podemos participar hasta mil especialistas. Uno detrás de otro. Pim, pam. Hostia, navajazo. Todo muy rápido. Y todos vestidos igual, para que se nos reconozca todavía menos. En Matrix, idem de idem, y encima a cámara lenta. En esa, el director estaba muy obsesionado. “Quiero una coreografía, por favor, una coreografía”, repetía cada dos minutos. Estábamos nosotros para coreografías, con el calor que estábamos pasando con las gabardinas negras en pleno mes de agosto. No se le ocurre ni al más tonto. Lo mismo que en 300. Yo era persa, en diez o doce escenas, y siempre me daban el espadazo por el mismo lado del cuello. En una de las escenas, le metí la lanza a un espartano, un buen chaval que era de Carabanchel, hasta los omoplatos. Lo de Kill Bill su lado bueno y su lado malo. Dos segundos, y a cobrar, pero cada vez te hundes más en el anonimato. Y además, con esta chorrada actual de colocar ninjas hasta en una película rodada en Alpedrete, pues te hacen la puñeta, porque no te conoce ni tu mujer. Alguna vez, en el cine, le digo “mira, ese soy yo”, y la pobre se encoge de hombros, porque claro, no se me ve la cara.
E.- Claro. Es una pena. Y dígame una cosa. ¿Tiene que ensayar su papel?.
O.- Hombre, pues casi nunca. Yo no tengo diálogo, como no sea algún que otro grito de dolor, pero suelen estar enlatados, y se usa el mismo grito, procedente de una antigua película de Trazan, por ejemplo, en más de veinte películas. Es acojonante lo que hacen los técnicos de sonido. Pues eso, que no tengo que memorizar nada.
E.- Pero sí le habrán pedido alguna vez que se tire para un determinado lado.
O.- En eso los directores suelen ser bastante tolerantes con nosotros. La experiencia es un grado, y ellos lo saben. Suelen ponerse en nuestras manos a la hora de rodar una pelea.
E.- Y el vestuario. También resultará importante saber pelear con una determinada ropa.
O.- Hombre, eso es lo más complicado, y sobre todo al principio. Con aquel saco de arpillera empezó todo. He recibido hostias vestido de romano, de vikingo, de moro, de gladiador, de mosquetero, de nazi, de persa, como ya le he dicho antes, de ninja, de samurai, de soldado japonés, de sicario marciano, de esbirro colombiano...Yo que sé, yo que sé... Si me hubieran dejado quedarme con todos los trajes que he utilizado en mis películas, ahora estaría en condiciones de montar un museo del ejército completito.
E.- Es que son más de veinte años. Y tres mil películas, Oscar. Una media de ciento cincuenta películas al año. Casi una película cada dos días, vamos. ¿Cómo es posible poder desarrollar tanto trabajo?.
O.- Hombre, porque a veces, en el mismo plató se ruedan veinte escenas para veinte películas diferentes, y a veces sin cambiar de traje. Cada vez se ha unificado más el aspecto del esbirro. Algunos hasta nos estamos operando los ojos, para parecer orientales. Ahora se lleva mucho. A pesar de que te pongan luego el pasamontañas. Ante todo, hay que ser un profesional, y si se lleva el esbirro occidental, pues venga, esbirro occidental.
E.- ¿Y está usted contento con el papel que representa en el cine?. No sé si me entiende. Sale un momento, plaf, le matan, y a nadie le importa un carajo.
O.- Hombre, yo ya soy un profesional. Llevo ya muchos años en esto, pero conozco a muchos compañeros que han tenido más de una depresión, y de las gordas. Toda la vida representando el papel de perdedor...Es que es muy fuerte, si lo piensas un poco. Es lo que dice usted. A nadie le importa un carajo la muerte de un esbirro más o menos. En “Gladiator” al menos se nos veía la cara, al principio, en la batalla con los bárbaros. Uno moría, si, pero al romano de turno casi nos lo cargábamos, también. Era una lucha...No sé, más justa. Ridley Scott nos dejaba en esa película mostrar un poco más de nosotros mismos, de nuestro arte. Acabábamos muriendo como chinches, como en cada título, pero no sé, con cierto arte. Quitando al tío ese que nada más salir, en el circo de Marruecos, le atiza con una maza en todo el centro de la cara un tío vestido con una cabeza de toro. Pobrecillo. Ese lo pasó mal. Era un chavalito de Valladolid, muy majete. Su novia se mosqueó con el por haberse dejado dar aquella hostia, ya ve usted, pura ignorancia. El chiquito venga a decirla que el no podía hacer nada, que aquello estaba en el guión, y todo eso, y ella nada, dura como una piedra. Estuvieron una temporada larga sin hablarse, pero al final volvieron. Pues eso, que en gladiator se nos veía más, pero en Kill Bill... Hijo mío, como no te coloques algún rasgo distintivo que se le escape al director...Si te fijas bien, uno de los ninjas a los que mata la Uma Thurman, que por cierto, está buenísima en persona, lleva un pañuelito de los San Fermines en el cuello. Muy pequeño, pero que se nota que es de los San Fermines, porque quería que le reconociera su madre. Ya ve usted, menuda ilusión, una madre que reconoce a su hijo un segundo antes de que le rebanen el pescuezo con una katana. Pero bueno, es humano. Nosotros también tenemos nuestro corazoncito.
E.- ¿Y no han pensado algo para reivindicar la figura del esbirro?.
O.- Bueno, se están empezando a dar pasos importantes, pero claro, por otro lado, la gente pide más violencia, más sangre, y cada vez somos más los que acabamos jodidos en las películas. Es un pez que se muerde la cola. Para intentar paliar un poco la cuestión, se ruedan escenas a cámara lenta, que nos permiten, quieras que no, lucirnos un poquillo más antes de hincar la rodilla en tierra. También hay directores que han intentado mostrar su sensibilización con este asunto. Usted recordará una película de Austin Powers en la que los amigos de un esbirro, que están preparándole una fiesta de cumpleaños, se enteran de que acaba de morir a manos del protagonista, o de la familia de otro esbirro, la mujer y los niños, que se enteran también de la muerte de su padre. Son intentos muy dignos que tratan de hacer ver que detrás de un tío que se deja degollar hay toda una historia, toda una vida, con sus ilusiones, sus esperanzas, sus frustraciones... Todo un mundo que se viene abajo porque al protagonista se le ha ocurrido pasar por ahí, ya ve usted, que bien podría haber ido por otro lado, pero no, se le ocurre siempre pasar por donde está el pobre soldadillo haciendo guardia, pensando a lo mejor en su novieja, o en la amiga de la novieja, esa rubia que está tan buena, que le miró en los mayos del año pasado, con esas piernas largas, que se yo, pero el caso es que el soldadillo empieza a emocionarse, y piensa que después de la guardia se va a aliviar a sí mismo, y en esas estamos, cuando de repente llega un tío con el pelo repeinado hacia atrás, tipo Mario Conde, o una tía con un chándal amarillo de Armani, y zas, se acabó la novieja, la amiga de la novieja y la puta madre que parió al que le regaló una katana al tío del pelo engominado, o a la tía del chándal. El soldadillo ni siquiera se ha enterado de nada el pobre, y el tío o la tía ni siquiera se paran un momento a decirle algo, no sé, a disculparse...Sería muy bonito ver al Rambo dedicarle unas palabras amables a los tipos que manda al otro barrio sin que le vean. Vale, me dirá usted, pero es que entonces la película duraría más de cuatro horas. Pues bueno, que se cargue menos gente, digo yo, porque tampoco es normal que haya trescientos muertos en una película, ¿no cree?. Y es que además, esa gente le coge a fición a eso de rebanar pescuezos, y con el tiempo, les da igual rebanárselo a un vietnamita o a un camboyano que a uno de Zurcí, porque es que le han cogido el gustillo, que la sangre es peor que la marihuana, que crea adicción. Esa gente, el rambo o la Kill Bill, el día que no maten a nadie se pondrán insoportables, y matarán al tipo que les lleva la pizza para la cena, y si no al tiempo. Se lo digo yo. Que vamos a acabar volviendo al circo romano, y eso no es normal.
E.- Pues no, no es normal, pero es lo que le gusta a la gente.
O.- Lo que le gusta a la gente, lo que le gusta a la gente...También le gustan a la gente las películas de Jane Austen, y ahí no muere nadie.
E.- Hombre, perdone, pero no me imagino yo a un fan del Van Damme viendo una película basada en una novela de Jane Austen.
O.- Ni a un fan del Van Damme, ni a nadie en su sano juicio, hombre de Dios. No era más que un ejemplo, pero creo que me he pasado con la comparación. Y menos mal, porque nos quedaríamos sin trabajo de la noche a la mañana. Si en realidad me quejo de vicio. Trabajo no solo no me falta, sino que cada vez tenemos más, a pesar de esos listillos gafitas que contratan ahora los grandes estudios, que te cogen el ordenador y te ponen cien mil persas o cien mil troyanos esperando a la orilla del mar. Pura filfa, hombre. Donde esté el movimiento de extras de “Los diez mandamientos” o “El Cid”...Aquello sí que era buen cine.
E.- Bueno, pero para los primeros planos se necesitarán siempre personajes reales, y ahí estarán ustedes.
O.- Claro, como los verdaderos profesionales que somos. Al pie del cañón, recibiendo hostias en nombre del séptimo arte. Es que una cosa así tienes que vivirla. Tienes que tener vocación para eso, para morir más de tres mil veces en veinte años, porque esa es otra, he hecho películas en las que he muerto más de veinte veces. En la serie de “Lorca” me fusilaron como republicano un par de veces, me mataron como falangista otras dos o tres... Y así en muchas otras ocasiones. En 300 me perdí la oportunidad de hacer de espartano y salir así, medio en pelotillas, porque claro, demasiado cachas no es que esté, y el director no me dejó mostrar mi arte.
E.- Bueno, Oscar, ¿y en lo que se refiere a su vida personal?.
O.- Lo normal. Estoy casado, y ahora tengo un hijo de cuatro años que se parece un montón a su padre.
E.- ¿Le gustaría que siguiera sus pasos?.
O.- Hombre, esto es muy sacrificado, y a veces un poquito humillante. Te tienes que guardar el orgullo en los huevos, y claro, uno puede sobrellevarlo con más o menos finura, pero el hijo de uno...Me resultaría muy duro ver a mi propio hijo degollado por una tía buena. Aunque sea de mentira, creo que eso te va dejando un poso, una pequeña herida en el alma que se puede hacer cada vez más grande.
E.- Si, no cabe duda, en eso estoy de acuerdo con usted, pero ya sabe, la sangre es la sangre, y de casta le viene al galgo.
O.- Eso es lo que me tiene más preocupado. El otro día se cayó de la litera de arriba, el muy mariconazo, y se levantó riendo del suelo.

domingo, 17 de febrero de 2008

Esta casa es un puñetero desastre


Parece mentira que para cincuenta miserables metros cuadrados que tengo de casa, esté todo desmadrándose de la forma en que lo está haciendo. Y eso contando con las zonas comunes, que vaya usted a saber a qué avispado listillo se le ocurrió eso de las zonas comunes, la superficie construida, la superficie útil y la madre que parió a todas las superficies. Porque a ver, vamos a ver si nos vamos aclarando: yo ocupo un espacio en el mundo, una superficie, y mi piso tiene una superficie útil, que es la que yo piso, por supuesto, y que debe de andar por los cuarenta metros, supongo, pero es que yo necesito, como todo el mundo, una serie de accesorios para poder vivir, como por ejemplo, yo que sé: mesas, sillas, cama, taza de báter, o wc si me quiero hacer el fino... Porque dicho así suena extraño, deslabazado, ambiguo. Habría que matizar un poco más: no se trata de mesa de billar, por ejemplo, porque a nadie en su sano juicio se le ocurriría colocar una mesa de billar en un cuchitril como este. No. Se trata más bien de mesita, de esas de formica que tanto utilizábamos cuando éramos niños. Tampoco las sillas son estilo modernista, tipo Mies Van der Rohe o cualquier otro espabilado de esos que se han pasado toda su vida tumbados, viéndolas venir, y claro, en cualquier silla que diseñen se encuentra uno como tumbado, espatarrado, sin saber si apoyarse mucho, no sea que se vayan a escoñar esas patitas tan estilizadas y nos demos una hostia en el santo suelo. Muy sensual, la postura, ciertamente, pero peligrosa a más no poder.

Pues eso, a lo que iba: que yo ocupo una superficie en el mundo, ciertamente, y hay que joderse, pero es que ocupo menos superficie cuanto más cansado estoy. Esto no es muy complicado de entender: si estoy de pie, ocupo menos que si me tumbo en el suelo como la bestezuela de mi sobrino, y si además me pongo a la pata coja, ocupo todavía menos, pero acabo hasta los mismísimos. Mi cama es grande, porque me gusta dormir haciendo el egipcio, espatarrado, en posición lo más abierta posible, a veces tipo aspa. No necesito volver al útero de mi madre para nada, aunque se estaba bastante bien, creo recordar. Mi cama ocupa más que yo, y se siente importante, la muy jodida. Cuando no la hago, que es la mayor parte de las veces, protesta.

- ¿Es que te vas a ir otra vez sin ni siquiera extender la sábana?.
- Si. ¿Pasa algo?.
- Si luego cojo frío y tiritas por la noche, no se te ocurra decirme nada.

Rebufa y protesta, pero ya me he acostumbrado a sus tonterías. Los dos satélites que tiene al lado, las dos mesitas, la pican para que me insulte, con su voz chillona, y las dos siempre al mismo tiempo, como Zipi y Zape. Estoy pensando deshacerme de una de ellas, pero rompería la simetría y el Feng Shui de los cojones que me recomendó un decorador después de cobrarme una pasta. Es una putada, pero cada vez que cambio algún mueble de sitio, aunque sea el puñetero perchero de madera que me encontré en un contenedor, pienso que se va a destrozar el Feng Shui y que me va a caer un rayo o alguna desgracia por el estilo.

Cada habitación de mi casa es como una autonomía. El salón es la zona noble, la rancia nobleza, con los cuadros, las fotos enmarcadas de mis padres en sepia, el plasma y los cuatro muebles aristocráticos, los únicos que no son de Ikea. El baño es como el extrarradio, los bajos fondos, el único lugar en el que me muestro como soy, yo mismo, en pelotas, vaya. El dormitorio es el poder central, donde sucede lo mejor y lo peor de cada día, cuando me acuesto y cuando me levanto, por ese orden. La cocina es el motor, la industriosa comunidad, la más cercana a Europa, aunque solo sea porque la mayoría de mis electrodomésticos son Siemens o Bosch. Existen nacionalismos muy marcados, sobre todo por parte de los productos perecederos que guardo en la nevera. Se escucha mucho catalán en esa zona, supongo que porque últimamente me ha dado por comprar en el Caprabo.

- Escolti, ¿qué va fer vosté?

La botella de vino me habla con una mezcla de valenciano y catalán bastante cutre. Por otro lado, los productos perecederos suelen ser bastante educados: no les da tiempo a coger confianza, de no ser esos veteranos a los que nunca les meto mano, que acaban envejeciendo y son arrojados a la escoria, al barrio bajo del cubo del tendedero, como ese chorizo que trajo una vez mi hermana, y que no hay quien se lo coma, o el medio calabacín, ya blando y amarillento, que compré una vez para hacerme verduritas a la plancha. Esos sí, esos me hablan de tu, con una voz muy parecida a la de Vito Corleone.

- Pues beber un poco de vino. ¿Qué voy a hacer si no?.
- Sacó usted marisco, y yo soy tinto y además del penedés. Hosti, amigo, yo no pego con el marisco ni con Araldit.
- Pues es que no tengo vino blanco, y el caso es que me apetece irme a la cama con un poco de mareíllo.
- Pues péguele un tiento al orujo este cabezón que guarda usted en el congelador, hombre de Deu, pero a mi déjeme en paz, que esta noche he quedado con una lata de paté de Canard.
- No hay problema. Me como también el paté, y se montan ustedes una juerga en mi estómago.

Me pareció que la botella vibraba por un momento en mi mano. Debe de ser la manera que tiene de reír una botella de cristal.

- Es usted muy amable, caballero.

En el armario del dormitorio vive la mayor parte de la población de mi casa. A un lado, los más elegantes, las chaquetas con botones dorados de antiguas reminiscencias aristocráticas, que apenas salen del armario, las pobres, como los pantalones de pinzas que tanto se llevaban en la época bailonga, pero que apenas utilizo ahora, y las impolutas camisas con mangas para gemelos. Al otro lado, escandalosas cazadoras de lana, jerséis estampados y camisetas con la efigie del Che Guevara, al más puro estilo universitario. Existe una continua discusión, un desencuentro absoluto, entre las dos mitades de mi armario. Cada día, cuando abro la puerta, escucho los abucheos y los insultos que se dirigen unos a otros, en un a irreconciliable atmósfera que no cambia jamás, a pesar del absurdo hecho de que tanto a unos como a los otros no les queda más remedio que convivir en el mismo espacio, y a veces, cuando se me cruzan los cables, en la misma situación, como cuando me da por encasquetarme una chaqueta de botones dorados y unas sandalias, por ejemplo, o un fulard morado que me compré en Ibiza y que siempre está amodorrado al lado de las corbatas, que protestan con voz chillona por tener que mezclarse con semejante chusma.

Existen temporadas en las que los habitantes del armario se ponen de acuerdo, y en contra de los nacionalismos. Sucede, por ejemplo, cuando saco un pantalón vaquero para ir a trabajar.

- Ya está. Ya la hemos jodido otra vez con el foca este –escucho a la chaqueta azul marino, que es la más veterana y por tanto la que cree que tiene más derecho para protestar-. Ya ha estado liado estos días atrás con esos separatistas de la nevera, y ha engordado doce kilos. Mirad como está torturando al pobre Levis, el muy sádico. Mirad, mirad como se le estira la piel, al pobre.

Suelo sentirme deprimido cuando me sucede esto. A la depresión normal que le suele entrar a uno ante sus ataques de bulimia, hay que unir la provocada por una ropa que se siente herida. Me parece escuchar los gemidos del Levis cuando me los incrusto. Al agarrar el botón para tratar de meterlo en el ojal, el pobre protesta como si lo estuviera degollando. Los dos blusones tipo Demis Roussos que me compré en Turquía son los únicos que me apoyan en esos momentos difíciles.

- Lo que os pasa a vosotros –dice el morado con ribetes dorados- es que sois unos tiquismiquis. Tampoco pasa nada por sentir un poco más el calor humano.
- ¿El calor humano? –comenta despectiva la chaqueta-. Ya me hablareis de calor humano cuando el cenutrio este engorde tanto que se tenga que deshacer de nosotros y os tenga que sacar a la luz todos los días. Ya me lo contareis, ya, cuando el puto suavizante os ataque un par de veces por semana con su arma esponjosa, y tengáis que estar colgados al sol mucho más de lo que estáis ahora.

La verdad es que me hacen recapacitar más los lamentos de mi ropa que los sabios consejos de mi madre. Ante declaraciones como la de mi chaqueta, suelo ponerme un poco a régimen, con lo que aumenta la población de los perecederos. Es curioso, pero mi ropa sufre cuando los perecederos desaparecen, como una especie de relación parasitaria, pero a la inversa.

La parte baja del armario está habitada por dos poblaciones muy diferenciadas, yo diría que incompatibles. La zona izquierda, por la promiscua ropa interior, calzoncillos, calcetines y algunas camisetas de manga corta. La parte derecha, por los zapatos, entre los cuales también hay categorías. Por un lado los finos, simpatizantes del lado izquierdo del armario, y por otro lado los pintorescos, sandalias de cuero, babuchas y una extraña mezcolanza de razas en general, como un Lavapies particular (y nunca mejor dicho, lo de Lavapies).

La ropa interior es la población más golfa de la casa. Los calzoncillos no se mezclan con las camisetas. Los calcetines, que permanecen juntos la mayor parte del tiempo, no tienen ningún inconveniente en divorciarse y volverse a juntar tantas veces como haga falta. Son lo más modernos, muy lejos de esos pantalones, siempre juntos, sacramentados, para lo bueno y para lo malo y caiga quien caiga. Los pantalones suelen meterse desde arriba con los calcetines, antes de que se eclipsen a causa de los zapatos.

- Vosotros no sois más que unos pervertidos. Y no se os ocurra llamar matrimonio a vuestra unión.

Los calcetines pasan de todo. Son los que entran y salen más veces, los que más mundo ven cada día, aunque una zona esté oculta en las profundidades. Los calzoncillos también se remuevan mucho, pero los pobres no ven nada, oprimidos como están por los pantalones. Tienen una existencia efímera, del armario a la oscuridad. A veces, uno de ellos, un privilegiado, tiene el gran honor de pasearse por el resto de la casa durante todo un día, sin ataduras, con libertad y abriendo los ojos de par en par para tratar de asimilar esos estímulos que le rodean. Una vez mantuve una conversación muy profunda con un calzoncillo. Uno muy moderno, que me trajo mi hermana de Nueva York. Me hablaba con un susurro, con un tono de voz muy parecido al de Robert de Niro. Solo le faltaba fumarse un puro. De haber tenido manos, seguro que lo hubiera hecho.

- Lo que ocurre en este país es que se folla muy poco. La prueba está aquí mismo. Míranos. Todos machos, todos chulos y todos sin comernos una puñetera rosca desde hace años. Ese cajón en el que nos tienes –Si, la ropa interior tiene más confianza. Mucha más confianza, de hecho- es un puto monasterio. Deberíamos estar mezclados con algunas bragas, un tanga guapo, unos cuantos sujetadores, algún que otro Wonder bra...
- Lo llevas claro. No los ibas a ver ni de lejos. Estarían en otro cajón. No íbamos a ser tan torpes como para mezclar nuestra ropa interior.

El calzoncillo miró a los dos lados medio de reojo.

- En la lavadora, capullo. En la lavadora nos mezclaríamos con nuestras amiguitas, en plan orgía. Antes de que le dieras al botón, nos daría tiempo a olisquearnos, a intercambiar ideas, fluidos...
- No eres más que un puto cerdo. Tú si que vas a acabar hoy en la lavadora.
- Bueno, pero sin suavizante, por favor. La última vez me inflé como un gato de Angora.

En el baño viven extraños seres con los que casi nunca hablo. Aparte de los perecederos, como la pasta de dientes, la espuma de afeitar o el papel higiénico, hay otros, como un bote medio oxidado de polvos de talco de color rosa con una rubia sonriente tipo Kim Novak, que me obligó a traer mi madre cuando me mudé aquí, un bote, también metálico y también medio oxidado, de gasas cuadradas liofilizadas, y un frasco de colonia que me regalaron para mi primera Comunión, y que solo me pongo cuando coincido con el primo segundo que me la regaló, osea, tres veces en treinta y cinco años. Acojonante, pero debe ser tan buena que no ha perdido ni una micra de olor. Estos tres elementos del baño, ya veteranos, hablan y confabulan en voz baja, desde la parte más alta de la estantería de cristal del Ikea, mientras dejo que mi cepillo de dientes me suelte una parrafadita.

- A ver, abre más, más, Vale, un poco más. ¡Joder, tío, otra vez has fumado!. La próxima vez te va a raspar esta mierda amarilla tu puñetera madre...

Los cuadros y los muebles del salón viven en otro mundo. Parece que no va nada con ellos. Siempre que paso hago lo mismo. Me arrellano en el sofá, pongo los pies en la mesa de centro y enciendo el plasma con el mando a distancia. Y a esperar. Al cabo de poco tiempo, los cuadros con las fotos de mis padres protestan airadamente.

- No sé como puedes ver estas porquerías, hijo.

Una parte, aproximadamente la mitad, de los habitantes de la casa, invocan a algo, a un ente sobrenatural que, según ellos, gobierna sus vidas con mano de hierro. Normal. Sucede a veces que se estropea la lavadora, causando accidentes, o que la temperatura del agua hace que se mezclen los colores, cosa que al parecer les irrita mucho -cada uno con su color, sin mezclas, dice la chaqueta de botones dorados-, o que se estropee la nevera y mueran unos cuantos perecederos nacionalistas. Cuando algo de esto sucede, se ponen todos muy nerviosos, y me miran consternados, totalmente convencidos de que yo soy incapaz de controlar nada, de que no puedo asegurarles un mínimo bienestar. Yo me carcajeo de ellos, y les demuestro, cuando viene el técnico correspondiente, que no hay un ente superior que gobierne nuestras vidas, que todo está controlado y que todo tiene solución, pero no me hacen ni puñetero caso. Al siguiente accidente, vuelven a adoptar esa actitud entre mística y temerosa, de la que no hay forma de hacerles salir. Imposible. Porque la lavadora, el lavavajillas y la nevera tratan de infundirles confianza, a pesar de estar en ocasiones muy malheridos, pero cuando se jode alguno de esos tres. Joder, cuando se jode alguno de esos tres...

Es entonces cuando me veo a los pobres tan desvalidos, tan dispersos y tan temblorosos, que tengo que convocar elecciones generales para que elijan la marca de otra lavadora, otro lavavajillas y otra nevera.

domingo, 10 de febrero de 2008

La audiencia perfecta


Ella: Isabel
El: Miguel

Ella entra en casa, bastante cansada, agobiada, con la respiración furiosa y la boca abierta.

I.- Ha vuelto a estropearse el ascensor. Todo el día dejándome la piel en el trabajo, y cuando llego a casa, se ha estropeado el puto ascensor.

El la mira desde el sofá. Sujeta el mando de la televisión como si se tratara de un revólver.

M.- Lo siento, cariño. Yo he tenido un poco más de suerte. Cuando llegué todavía funcionaba. Hoy me he escapado un poco antes. Mi jefe se ha ido a una reunión a Londres.

Mientras deja el bolso y se quita el pañuelo del cuello, Isabel mira a la pantalla de cuarenta y seis pulgadas de su televisor de alta definición y última generación, tan fino que se puede adosar a la pared como si de un póster se tratara. El centro de la pantalla a la altura de los ojos del espectador, en este caso Miguel, cómodamente recostado en el magnífico sofá italiano de cuero negro que le regalaron sus padres cuando se casó con Isabel.

I.- Pero bueno...¿Se puede saber qué estás viendo?.
M.- Un documental buenísimo sobre la India.
I.- Pero vamos a ver, Miguel...¿Es que quieres volverme loca?. ¿Cuántas veces voy a tener que decirte que nos la estamos jugando?. Me pones de los nervios en cuanto me descuido. Voy a ponerme cómoda. En cuanto venga, la vamos a tener, así que más te vale que vayas cambiando de canal.

Miguel resopla mientras el sonido de los tacones de Isabel se alejan por el pasillo. Se permite todavía unos minutos de placer, fascinado con esa vaca sagrada que se ha colocado en el centro de lo que parece ser una gran avenida, provocando un atasco de proporciones descomunales. Los viandantes sonríen al pasar a su lado y la saludan agachando la cabeza con las manos juntas. No se escucha ni un solo claxon. Miguel se pregunta cómo es posible que los automovilistas hindúes más alejados del epicentro vacuno conozcan la naturaleza del atasco hasta el extremo de no pitar, cuando Isabel aparece, arrastrando las zapatillas de felpa y vestida con el pijama de invierno. Antes de sentarse en el sofá, mira de nuevo la pantalla. Una supermaquillada presentadora, de pelo suelto y bien cuidado, blusa blanca con puntillas en el cuello y chaqueta de color azul con irisaciones en rojo, sonríe mientras habla, arreglándoselas con grandes esfuerzos para conseguir que se entienda lo que dice y mostrar al mismo tiempo sus deslumbrantes y perfectos dientes.

I.- Ah, bueno. Esto ya es otra cosa. Has puesto a la Carmencita Bosques. Muy bien cariño.
M.- Todavía no me explico como te puede gustar esta solemne tontería, cariño.
I.- Sabes de sobra que no puedo soportar este programa, cariño, pero creo que es el menos malo de los que se pueden considerar aceptables.
M.- Claro, y un documental sobre la India, no es aceptable, ¿verdad?.
I.- Los niveles de audiencia de los documentales bajaron hace ya muchos años, Miguel, y no quiero arriesgarme. Ya sabes lo que se rumorea.

La presentadora está sentada frente a una anciana diminuta, ataviada con un vestido estampado de indefinibles colores, a cual más chillón. La mandíbula inferior le baila de una manera dislocada, como si careciera por completo de dentadura. La presentadora habla: “En esta nueva edición de vidas deplorables, tengo el gusto de presentarles a Casilda Castrillo, de Pontedeume, en la provincia de Coruña. Casilda está hoy con nosotros porque le gustaría decirle cuatro verdades, según nos explicaba en su carta, a todas esas personas a las que no se ha atrevido a decirles nada nunca, ¿no es así, Casilda?”. “Sí, así es”. “¿Y porqué ha esperado usted tanto tiempo, Casilda, a desahogarse de esa manera?”. “Pues mire usted, guapa, porque ahora ya soy mayor, tengo a mis nueve hijos criados y colocados, y no me duelen prendas de decirles cuatro cosas sinceras, de corazón, a los cuatro vagazos de mi pueblo que me han estado tocando las narices durante toda mi vida”.

Miguel protesta, bufa, rebufa, se remueve en el sofá, mira de vez en cuando a Isabel con cara de odio. Isabel tampoco parece disfrutar demasiado con la surrealista conversación establecida entre Carmencita Bosques y Casilda Castrillo. Bosteza ostensiblemente y cierra los ojos cada vez con más convencimiento.

I.- Creo que esta noche me voy a ir prontísimo a la cama. He tenido un día agotador.
M.- Si no me dejas cambiar esto, yo también me voy. Es vergonzoso este programa. ¿Me dejas que me la cargue?.

Isabel se encoge de hombros y pone gesto de aburrimiento.

I.- Inténtalo, pero ya te adelanto que no vas a conseguir nada.

Miguel aprieta de forma compulsiva, con cara de sádico, un botoncito del mando a distancia de color negro, con una calaverita dibujada sobre el. En la esquina inferior izquierda de la pantalla de plasma, aparece un cuadradito de color verde fosforito. Diminuto, de apenas medio centímetro de lado. Al poco tiempo, aparece otro cuadradito, pegado al anterior. Poco a poco, cada vez de una forma más rápida, va creciendo la línea verde en la línea inferior de la pantalla. Cuando llega al lado derecho, sube otro medio centímetro, y se dirige entonces hacia la izquierda. La franja verde crece a un ritmo cada vez más rápidamente, desde abajo hacia arriba. Cuando apenas llega a un cuarto de la altura de la pantalla, la velocidad de crecimiento empieza a bajar, momento en el cual aprieta con más rabia el botón negro, hasta que empieza a dolerle el dedo pulgar. La línea se para de repente, y al poco tiempo empieza a ir hacia atrás, desandando lo andado y disminuyendo el grosor de la franja verde hasta que termina por desaparecer.

I.- Ya te lo dije. Las cosas han cambiado mucho.
M.- Parece mentira. Con lo sencillo que resultaba hace unos cuantos años cargarse a uno de estos incompetentes...La gente se animaba al ver el cursor verde, ¿Te acuerdas?. Cuando se llenaba la pantalla de verde...!Bum!. El espectáculo. Dicen por ahí que ellos no se enteraban, que recibían simplemente una descarga de no se sabe donde que los desintegraba en un suspiro.
I.- Miguel, tienes que reconocer que era una auténtica salvajada. Nadie se libraba, pasado más o menos tiempo, cuando ya empezaba a aburrir a la audiencia, de tostarse en el limbo. Las familias de los presentadores se descomponían de dolor y tristeza por el capricho o la moda de una audiencia salvaje.
M.- Era un juego, cariño. También tenían la oportunidad de gustar, y entonces ganaban más pasta que un presidente de gobierno. Arriesgarse a morir o a forrarse, esa era la cuestión. Lo que no tiene sentido es lo de ahora. Es patético. Nos tenemos que tragar bodrios como este por cojones. No es justo. Mira, ya se va la pobre Casilda. A ver a quien nos mete ahora esta pazguata.

“Tenemos ahora con nosotros a Manuel Borreguillo. Un fuerte aplauso para el”. Mientras suenan los aplausos, hace su entrada en el plató un individuo rechoncho, calvo, de rostro ajado por la experiencia y brazos y piernas torcidos, como un cowboy abarcando con sus brazos un florero de la Dinastía Ming. Camina bamboleante, recorriendo con gran lentitud la distancia que le separa de la presentadora. Cuando por fin se sienta y logra colocarse, después de varias intentonas, el micrófono en el cuello de la camisa, la presentadora se vuelve a la cámara, y le saluda sin mirarle. “Buenas noches, Manuel. Me ha dicho un pajarito que tu historia es bastante peculiar. Cuéntanos, mi vida”. “Pues verás, Carmencita. El caso es que yo llevo ya varios años viviendo en un hipermercado. Duermo en la sección de muebles, me afeito en la sección de perfumería, me ducho en la sección de duchas, me alimento en las promociones de productos que se hacen todos los días...Una vida de lo más normal, vaya, pero resulta que desde hace un par de meses me he enamorado de una mujer...Una mujer...Guapísima, Carmencita, y resulta que yo no quiero vivir en otra parte, y ella no hace ningún gesto que me demuestre que quiera vivir conmigo, y pues eso, que estoy en un sinvivir, y desde aquí quisiera decirle a esta buena moza...”.

Ahora es Isabel la que bufa y se rebulle inquieta en el sofá. Miguel la observa con cara de resignación.

I.- Joder, esto sí que es inaguantable.
M.- Venga, mujer, vamos a tratar de acostarnos esta noche con la mente sosegada. Unas cuantas vacas sagradas y encontraremos la paz, ya verás. La India es apasionante, créeme. Antes de que tú llegaras, han hablado casi durante diez minutos del Taj Mahal, una maravilla del mundo.
I.- Claro que me gustaría verlo, Miguel, pero entiéndeme. No quiero arriesgarme. Ya sabes lo que se cuenta por ahí.
M.- Todo eso no son más que bulos, cariño. Nadie conoce a nadie al que le haya sucedido.
I.- Hace muchos años, tampoco nadie conocía a nadie que tuviera en su casa un aparato de esos para medir la audiencia, y sin embargo los había.
M.- ¿Quién sabe eso seguro?. Puede que sea mentira.
I.- Si, como lo de poder cargarte a un presentador con el mando a distancia, no te digo...¿Quién te dice a ti que, si era posible desarrollar una tecnología tan avanzada como para poder suprimir a un tío por el simple hecho de que te aburriera, no iba a ser posible desarrollar una tecnología superior, incorporada a los televisores de última generación, capaz de eliminar a la audiencia rebelde?.
M.- Eso no son más que bulos, mujer.
I.- Pues díselo a Mari, la del cuarto. Ella conoce a un chico que se quedó sin padres de la noche a la mañana. Al parecer eran de esos que solo ven películas antiguas.
M.- La vecina que conoce a un chico...Eso no son más que leyendas urbanas. Dile a Mari que te presente al chico, a ver si es verdad que ha perdido a sus padres.
I.- Pero bueno, ¿es que tu estás seguro de que no podría inventarse una cosa así?. Pues cosas más extraordinarias se han visto en los últimos años. No sé porqué te obcecas en arriesgarte, cuando en realidad no te cuesta ningún trabajo seguir un poco a la mayoría.
M.- Isabel, mujer, no me digas que este bodrio le puede gustar a la mayoría, porque no me lo creo. Y en cualquier caso, yo me he comprado esta televisión para ver lo que a mi me dé la gana, no lo que me impongan. Estaría bonito, no te digo...
I.- En primer lugar, esta televisión la hemos comprado entre los dos, y en segundo lugar, no se trata de ver lo que tu quieras, sino lo que decidamos de mutuo acuerdo.

Miguel se arrodilla en el sofá y tiende los brazos hacia su mujer.

M.- Pero si me acabas de confesar hace un momento que este programa te parecía una soberbia tontería. Mira, Isabel, lo que me revienta de verdad es que te tengas que tragar esta verdadera tortura por la sencilla razón de que es el programa que más audiencia ha tenido en los últimos meses. ¿Dónde está el criterio personal, la libertad de elección, la integridad?.
I.- Mira, valoro en mucho mi integridad, pero valoro muchísimo más mi integridad física, y cuando existe una sospecha social, cada vez más difundida, de que están ocurriendo cosas raras, me parece una temeridad jugar a la ruleta rusa, por un asunto, en definitiva, que no tiene la más mínima importancia, como es el de distraerte un poco antes de irte a la cama después de una agotadora jornada laboral.
M.- Miedo. Actúas por miedo. Nos tienen cogidos por los cojones por el miedo. Pues quiero que sepas que yo ya estoy harto, y voy a demostrarte que no va a ocurrir absolutamente nada. Además, nosotros somos de los mejores. Todos los días vemos una media de seis horas de televisión, y de esas seis horas, estoy seguro de que al menos cinco las dedicamos a tragarnos bazofias como esta. Nadie con criterio, si es que existe alguien, como tu piensas, que controle este asunto, se atrevería a castigarnos por no cumplir las normas.

Isabel negaba lentamente con la cabeza

I.- Yo no estaría tan segura. No sé que decirte. Tu siempre llegas antes que yo, y escoges siempre programas que ni siquiera aparecen en los índices.
M.- Si a alguien le importara que el público viera esos programas, los eliminarían de la programación, ¿no te parece?. Resultaría bastante más sencillo que cargarse a los espectadores.
I.- Posiblemente, pero eliminarían también la sensación de falsa libertad que tenemos desde tiempo inmemorial. Y muy probablemente se quejarían las multinacionales dedicadas a fabricar televisores. No sé, lo veo muy complicado todo, estoy demasiado confusa.
M.- Así no te puedes ir a la cama, cariño. Luego no descansas, y mañana te levantarías hecha unos zorros. Hazme caso. Una sesión de meditación trascendental a lo Hindi nos vendrá de perlas, ya verás.

Miguel se aproxima a Isabel con movimientos lentos y estudiados. Adelanta el brazo derecho, y le arrebata suavemente el mando a su mujer. Suave, suave, y lento, muy lento. Cuando se hace con el cetro de poder, apunta hacia la pantalla. La altísima tecnología hace que hasta las pequeñas manchitas provocadas por la rapidez con que se maquilla Carmencita antes de salir a antena parezcan cráteres lunares. La eterna sonrisa de la presentadora deja paso a un paisaje de altos juncos moviéndose suavemente al ritmo del viento. Tanto Miguel como Isabel sonríen cautivados, completamente hipnotizados por la incomparable belleza de las imágenes que llenan la pantalla, a las que acompaña, perfectamente acompasada, la siempre fascinante melodía de un sitar.

El fogonazo apenas dura una milésima de segundo. La altísima y perfecta tecnología consigue que sobre el sofá italiano no quede ni siquiera una miserable arruga.

lunes, 4 de febrero de 2008

Una canción de Bob Marley cambió mi vida


Una jornada de trabajo como todas las demás. Triste, anodina, pesada...Volvía a casa por la carretera de Barcelona, a las siete de la tarde de un tórrido día de verano. Atasco, sudor y cansancio, un gran cansancio. Un cansancio resignado, de esos que sientes cuando piensas que te queda todavía toda la semana por delante.

Sin mucha convicción, por hacer algo y tratar de que el tiempo pasara más rápido, encendí la radio. Busqué una emisora de canciones más o menos antiguas, y entonces comenzó a sonar.

Se trataba de “No woman no cry”, de Bob Marley, en la versión que aparecía en “Natty Dread”, un disco que grabó el rey del reggae cuando todavía era un perfecto desconocido. Una canción que habíamos escuchado mi primo y yo hasta la saciedad, antes incluso de que se hiciera famosa, allá por el año 1978. El sensual ritmo de la canción me fue invadiendo poco a poco. Como pude y me dejaron, de forma suave pero constante, me fui acercando al arcén, y al llegar paré el coche, cerré los ojos, y me dejé invadir por la fascinante y sugerente música del amigo Bob.

Decidí en aquel momento que tanto mi primo como yo estábamos haciendo el payaso, desperdiciando nuestras vidas, metidos en una vorágine de consumismo y falta de vitalidad que no nos iba a conducir a ninguna parte. Me metí de nuevo en la carretera, con una idea fija que retumbaba en mi cabeza. Estaba decidido. Me dirigí hacia la parte sur de la M-40, en vez de hacia el norte, hacia mi casa.

Llegué a casa de mi primo a eso de las ocho y media de la tarde. Llamé a su puerta excitado, sudoroso, con el corazón a punto de reventar en mi pecho. Solo tenía un pensamiento, obsesivo, machacón, que casi me dolía. Me recibieron, el y Clara, su mujer, en la puerta de su piso. Con Clara no me he llevado nunca demasiado bien, así que no debió de extrañarle mucho que ni siquiera la mirara cuando entré, cogí a mi primo del brazo y medio le arrastré hasta el salón.

- ¿Ha pasado algo –me preguntó con los ojos abiertos como platos-. ¿Está bien Isabel? –Isabel es mi mujer, que tampoco se lleva ni medio bien ni con Clara ni con Matías, mi primo-.
- Si, si, ni es nada de eso. Todos están bien. Ven, vamos a hablar a solas –cuando dije ese “a solas” miré a Clara, que se eclipsó a la cocina.
- ¿Quieres tomar algo?. Fanta, Coca...Clara no me deja comprar cerveza, ya lo sabes. No me sienta bien.
- Bueno, venga, una Fanta. Ya vendrán tiempos mejores. Matías, trae la guitarra, por favor.
- ¿La guitarra?. Ni siquiera sé si funciona todavía. Hace más de veinte años que no la toco.
- Vale, vale, ya veremos, tu tráela. Y los bongos.

Matías salió un momento. Clara se acodó en el quicio de la puerta del salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y un gesto de mala leche que daba miedo.

- Ni por lo más remoto se te ocurrirá liarle.

No tenía respuesta para una respuesta tan directa, así que me dediqué a mirarme las uñas tratando de disimular, rezando para que Matías encontrase pronto la puñetera guitarra. Apareció a los pocos minutos. La funda de cuero negro estaba llena de polvo, pero al sacarla, la muy bastarda relucía como el primer día.

- Bueno, aquí está. Me ha costado un poco encontrarla, pero aquí está.
- Venga, empieza a tocar. Trae los bongos.

Clara parecía cada vez más nerviosa. Se sentó a nuestro lado. Matías enchufó el cable al equipo de música, cerró los ojos, y comenzó a tocar una de nuestras preferidas, “Mary Lamour”. Sentí una punzada en el corazón al escuchar los primeros compases. Mis manos volaron rápidamente sobre los bongos. No había perdido en absoluto el sentido del ritmo. Mis dedos se desesperezaban de repente, golpeando ágiles y rápidos, ahora sobre los laterales, ahora sobre el centro de los círculos de piel. La fantasmagórica melodía compuesta por mi primo casi quince años atrás nos envolvió a los tres como si se tratara del primer día que la tocamos, allá por los primeros ochenta, en una fiesta del barrio de San Blas. Al principio, los que nos escuchaban nos pedían marcha, marcha, y nos tiraron incluso algunas piedras, que esquivamos con la sabiduría habitual. Popi y Ferdi, los otros miembros del grupo, tocaban con maestría la batería y el bajo, mientras mi primo y yo desgranábamos sonidos de la guitarra eléctrica y del teclado que me habían regalado mis padres al aprobar BUP. Poco a poco, los gritos de marcha, marcha, dejaron de escucharse. La gente bailaba alucinada al ritmo suave que nosotros tocábamos, como si de una extraña congregación se tratara. El ritmo hipnótico se metía en la sangre, empujándote a bailar. Habíamos conseguido un sonido a caballo entre “Suzie Q”, de los Credence, y el enigmático “Singing Winds, crying beasts” de Santana, con un toque del “Man on the moon” de Rem. Cuando acabó la canción, la gente aplaudió hasta dislocarse las manos. Era la primera vez que tocábamos para un público que no fueran nuestros padres o nuestros amigos del barrio. Empezábamos a saborear las mieles del éxito. En ese momento, Matías terminó la canción. Clara se levantó y salió de puntillas del salón, como intuyendo, como resignada a lo que iba a suceder a continuación.

- ¿No te das cuenta, Matías?. Hay que volver a reunir al grupo.
- ¿De qué estás hablando?. ¿A estas alturas?. Popi y Ferdi ya están casados, como nosotros, y trabajando...
- Si, si, y trabajando, como nosotros, y llevando una vida de mierda, como nosotros, y pagando la hipoteca de un piso hasta más allá de que se jubilen, y sin amor, y...Y además, ninguno de los cuatro tiene hijos, así que lo tenemos más o menos fácil.
- Vale, no sigas. Ahora mismo les llamo. Me has convencido.

A la media hora estábamos en el coche. Matías había conseguido localizar a Ferdi, y Ferdi a Popi. Tres llamadas bastaron para ponernos de acuerdo. Nos alojaríamos en el mismo local de ensayo, en Carabanchel, y no saldríamos de ahí hasta tener preparado un repertorio rompedor.

Mientras cruzábamos Madrid para recoger a Popi y a Ferdi, Matías y yo rememoramos los tiempos gloriosos, aquel concierto de teloneros de Radio Futura, cuando todavía no los conocía nadie, en el Sanjuán Evangelista, y el apretón de manos de un Javier Gurruchaga, vestido de obispo y también desconocido, después del primer concierto de la Orquesta Mondragón en Madrid. Recordamos también el famoso concierto en un colegio de monjas de la zona de Bilbao, en la calle Fuencarral, para ser más exactos, en el que nuestras inocentes letras nos hacían sentir la impresión, dado el lugar y el público asistente, de que éramos unos transgresores. Popi bufaba y rebufaba, al tiempo que no daba una con el ritmo, cuando una rubia despampanante se sentó en el bombo de su batería durante los ensayos y le colocó literalmente las tetas en la cara. Una de las primeras groupies, de las que más tarde nos tendríamos que deshacer casi a bofetadas.

Recordamos también nuestras noches en Rockola, en esos conciertos de cuero y zapatos negros terminados en punta unas veces, y de trajes siderales, gafas de colores y antenas brillantes en otras, como cuando tocaban el Avidor Dro y sus obreros especializados. Y recordamos el concierto de Depeche Mode, para promocionar su primer album, “Speak and Spell”, cuando todavía eran unos perfectos desconocidos, y el concierto de Fischer Z en el Cheminade o en el San Juan Evangelista, eso no lo recordamos bien, con un público enfervorizado gritando, con una sola garganta, “el currante, el currante”, para que el grupo repitiera una y otra vez, que lo hizo, su famoso éxito “The worker”. Recordamos la pota que le echó encima a Matías por la espalda una tía con el pelo a lo Paloma Chamorro, con una cara casi tan alucinada como la de la presentadora, y los saltos que dábamos en el concierto de Ian Dury, y el LP que nos dedicó de su puño y letra en Discoplay, en los sótanos de la Gran Vía, la misma tarde del concierto, y lo salao que parecía, el tío, que después nos saludó desde el coche que le llevaba al hotel. Recordamos también las fiestas de primavera de la Politécnica, en la que tocaban grupos como Alaska y los Pegamoides, Sindicato Malone, Nacha Pop, Ramoncín y muchos otros, y el concurso de Rock Villa de Madrid de no sé que año en el que se llevó el primer premio “El Gran Wyoming”, y en el que participaron también “Johnny Komomolo y los gangsters del ritmo”, de los que nunca más se supo, y recordamos a grupos como Mermelada, Cucharada o Burning, que precedieron y llegaron a participar en los orígenes de aquella incierta movida, a causa de la cual perecieron devorados. Y recordamos también los cabreos que nos pillábamos cuando nos hacíamos amigos en algún concierto de chicas de provincias, que pensaban que todos los madrileños éramos como Almodóvar, porque identificaban la movida madrileña con la estética ultracolorista y popinaif de sus primeras películas. Y recordamos también el entierro de Tierno Galván, tan entrañable y multitudinario, suceso precursor de la tristeza en que se fue sumiendo la movida hasta casi desaparecer.

Recordamos todo aquello que habíamos vivido prácticamente como espectadores, ya que nuestra experiencia como grupo no pasó nunca de la periferia, en busca de un éxito que nunca llegaba, de un empujón que nadie quería darnos, a causa, sospecho, de nuestra naturaleza de barrio, que entroncaba directamente con la pluma y el oropel que se respiraba en el ambiente modernillo. Nuestras canciones, nos dijo en una ocasión un conocido productor musical, eran buenísimas, de una gran calidad musical, y además muy pegadizas, pero el problema era nuestro aspecto. A menos que nos buscáramos unos actores, como lo de Milli Vanilli, que nos sustituyeran en el escenario, no nos comeríamos una rosca, como realmente sucedió. Creo que fue Ferdi el primero en echarse novia, una chica medio pija, hija de un militar, muy guapa, que trabajaba en una agencia de publicidad. Esa misma chica le presentó a Popi a una prima suya, morena, altísima, guapísima, inteligente y rica, y allí cayó nuestro batería. Matías conoció a Clara, yo conocí a Isabel, seguimos viéndonos los cuatro durante una temporada, un par de años, de vez en cuando ensayábamos con Popi y Ferdi, pero cada vez con saltos en el tiempo más grandes. Después, una tarde, Clara le dijo a Matías que no le gustaba Isabel, Isabel me dijo a mi lo mismo de Clara... Y se acabó la relación. Unicamente nos veíamos en compromisos familiares como bodas y bautizos. Un saludo frío, un para de besos, el típico “a ver si quedamos más a menudo”, y si te he visto no me acuerdo. La guitarra cogiendo polvo, los teclados amarilleando como la dentadura de un caballo viejo, y las ilusiones canjeadas por un hipotético bienestar conseguido a base de brazos en Mercamadrid por parte de Matías, y a base de disgustos con los clientes en el Carrefour de Alcalá de Henares por mi parte. Cuando estábamos seguros de que a Popi y a Ferdi les iba infinitamente mejor que a nosotros, nos enteramos, como de casualidad, de que los respectivos padres habían desheredado a sus respectivas hijas, y que la base rítmica de nuestro grupo estaba pasándola tan canutas como nosotros.

Recogimos a Popi y a Ferdi, y nos dirigimos al local de ensayo. Allí estaban todavía nuestros instrumentos, salvo la guitarra de Matías y mis teclados, que había recogido de mi casa mientras media hora antes ante la cara de estupor de Isabel al encontrarse, después de tantos años, con el bueno de Matías. Popi se sentó en su amada batería, Ferdi desembaló el bajo, lo enchufó...Y la magia volvió a envolvernos en su manto de ensoñación.

No hizo falta que ensayáramos más de dos días. Los temas salían, uno tras otro, con la fluidez de un río, con la energía de un caballo desbocado. Grabamos una maqueta, la colgamos en Youtube...Y a los cuatro días teníamos encima de la mesa siete ofertas de grandes empresarios musicales. La fama nos envolvió rápidamente, como en un torbellino. Nuestra edad no suponía un obstáculo, ya que los revivals estaban otra vez de plena actualidad. El sonido de los ochenta rompía moldes de ventas y de conciertos, y nosotros llevábamos dentro ese sonido. Habíamos contribuido años antes a crearlo, y eso nos colocaba en la vanguardia. Dimos seis conciertos multitudinarios en plazas de toros y campos de fútbol de la península, hasta que cruzamos el charco y nos hicimos los amos de todo el cono sur. Tocábamos con los cantantes y grupos más famosos del momento, enviábamos dinero a casa, a unas esposas que cada vez estaban más contentas y orgullosas de nosotros, aunque nos tuvieran lejos, o quizás precisamente por eso.

Resultaba difícil digerir la fama que cayó de repente sobre nosotros como una losa. Poco a poco empezamos a distanciarnos como personas, aunque nos volcábamos y nos convertíamos en una sola persona, en un solo espíritu, en cada uno de nuestros conciertos. Las disensiones entre Popi y Matías eran cada vez más frecuentes. Las peleas, los malos rollos, las borracheras casi continuas nos sumísn en un estado de semi depresión del que solo nos sacaban los conciertos y las ruedas de prensa. Derrochábamos dinero a raudales, tanto en ropas cada vez más caras como en imposibles fiestas, de hasta dos y tres días, en las que fundíamos ingentes cantidades de drogas de diseño, luces y espectaculares montajes. La fama nos dolía. No habíamos sabido adaptarnos a ella, aunque por otro lado dábamos gracias por no haberla conseguido en nuestra etapa anterior, porque entonces, a causa de nuestra corta edad y nuestra innegable inexperiencia, podría haber resultado el asunto bastante peor.

El comienzo del fin nos vino de la mano de un grupo de fans que nos arrinconaron a la salida de uno de nuestros multitudinarios conciertos. Tanto Matías como yo caímos en brazos de dos auténticas top models, de desbordante personalidad y larguísimas piernas. Sin saber muy bien como, nos vimos en la lujosa suite de un conocido hotel de renombre del centro de Madrid, cada uno en una habitación, con el cuerpo embadurnado de champán y los calzoncillos y sujetadores colgados de la lámpara, como al desgaire. Isabel y Clara se presentaron en tan bucólico escenario en compañía de un par de periodistas, que mientras hacían fotos se servían vasos de champán, al tiempo que Isabel y Clara nos arrojaban a la cara los papeles del divorcio.

Así que nos casamos con las top models, que no se podían ver entre ellas. El público empezó a cansarse de nuestros temas con la misma fuerza que los había adorado, por lo que terminamos por disgregar el grupo, recoger los pedacitos del patrimonio que no habíamos dilapidado, y empezar una nueva vida. Una nueva vida de mierda, con una hipoteca por pagar, un trabajo de mierda en el que encima se reían de nosotros por haber sido una vez famosos, y una desazón terrible por haber alcanzado la gloria y haberla dejado escapar.

Una desazón que me despertó, justo en el momento en el que finalizaba, en la radio, la canción “No woman no cry”. Me dirigí, contento por haber salido de la pesadilla, a la zona derecha de la M-40.