sábado, 21 de junio de 2008

Que bonito es el amor...


Fabiola miró por la ventanilla situada a su izquierda. La gente seguía entrando en el avión, cada vez más lentamente. Miró su Raymond Weil de la serie cuarzo. Apenas faltaban quince minutos para el despegue del aparato. Quince minutos para dejar atrás todo su mundo. Quince minutos para que su vida diera un vuelco de ciento ochenta grados. Miró otra vez por la ventanilla.

Y entonces le vio.

Si. Estaba segura. Era Estéfano, sin duda. Alto, moreno, repeinado, le vio a través de las ventanas de la sala de espera que comunicaba con el pasillo de embarque al avión. No podía creerlo. ¡Había venido!. Después de dos semanas de crisis, de apenas verse, de haberse tirado los trastos a la cabeza, Estéfano estaba allí, corriendo en la sala de espera, con un ramo de flores en la mano. Fabiola se levantó del asiento como impulsada por un resorte. Los otros pasajeros de business class se asustaron ligeramente al ver a aquella chica lanzarse de nuevo a la puerta de salida.

- Tengo que salir del avión.

La azafata se dirigió a ella con la mejor de sus sonrisas.

- Señorita, ya no se puede salir del avión. Vamos a despegar. Señorita, por favor...

Fabiola, sin intención, tuvo que darle un empellón a la azafata, para poder salir entre ella y una señora gruesa con camisa hawaiana que entraba en aquel momento. Fabiola no escuchó los gritos que dejaba a su espalda. Su corazón, que latía desbocado, no le permitía escuchar nada. Estéfano había venido a buscarla, y eso era lo único que le importaba en la vida.

- ¡!! Fabiola ¡!!

El desesperado y desgarrador grito de Estéfano le puso alas en los pies. Corrió por el pasillo de embarque, ante la sorpresa de los últimos pasajeros que subían al avión, que tenían que apartarse para dejar paso a aquel huracán femenino que corría desesperadamente hacia el amor de su vida.

Allí estaba. Fabiola saltó ágilmente la barrera que habían colocado para cerrar el pasillo de embarque. Estéfano, con sonrisa radiante, visiblemente alterado a causa de la carrera, la recibió con los brazos abiertos.

- ¡!! Fabiola ¡!!. Te quiero, Fabiola.
- Estéfano. Estéfano...
- Por favor, no te vayas. No puedo vivir sin ti, Fabiola.
- Pues claro que no, Estéfano, pues claro que no me voy. Yo también te quiero, Estéfano, amor mío

Fabiola y Estéfano se fundieron en un interminable abrazo. Estéfano la cogió entre sus fuertes y bronceados brazos, y giraron, giraron mientras sus labios se fundían en un beso de amor eterno.
Un beso que se interrumpió cuando se escucharon, fuertes y claras, las palmadas que estaba dando el comandante del avión. Unas palmadas sonoras, secas, lentas. Estéfano y Fabiola miraron extrañados sin dejar de abrazarse.

- Bravo, bravo –dijo el comandante. A su lado estaban el copiloto, con los brazos cruzados, y dos azafatas. Una de ellas se frotaba el hombro derecho-. Estoy radiante de felicidad. Que bonito es el amor.

- Ha sido ella, comandante –la azafata que se frotaba el hombro señalaba a Fabiola con la mano-. Al salir me ha dado un empujón, me he ido hacia atrás y me he golpeado el hombro con el extintor.

- Muy bonito, muy bonito –dijo el comandante-. Y ahora, después de este espectáculo, ¿qué vamos a hacer, señorita?.

Fabiola dejó de abrazar a Estéfano. Este se alejó ligeramente, con el ramo todavía en la mano. Cuando se dio cuenta, se adelantó y se lo entregó a Fabiola, que lo recibió con una sonrisa. Una sonrisa que se borró al instante de su cara cuando empezó a responder al comandante.
- ¿Cómo que qué vamos a hacer?. No le entiendo.
- Pues eso, que qué vamos a hacer, que qué va a pasar. Que si sale el avión o no sale, vaya.
- Bueno, yo me quedo, y el avión sale, supongo...
- Pues supone usted mal. Vamos a ver como está la situación. Por favor, sobrecargo, dígame qué ha facturado esta señorita.
El sobrecargo miró la lista que llevaba en la mano.

- Tres trolleys grandes y un baul de cuero.

El comandante hizo un gesto de fastidio.

- Vaya por Dios. La señorita...-miró la lista que le enseñó el sobrecargo- Fabiola de la Peña viaja con cuatro bultos. No podía llevar solo el equipaje de mano, no. Es de las que salen con toda la casa a cuestas.

Fabiola cogió de la mano a Estéfano.

- Estéfano, cariño, vámonos. No entiendo nada.

El comandante avanzó un par de pasos, hasta ponerse a la altura de la pareja. Por la puerta del pasillo apareció la cabeza de una señora con gafas de montura de carey.

- ¿Pasa algo, comandante?. Ya llevamos unos cuantos minutos de retraso.

El comandante se volvió irritado hacia la pasajera.

- Usted vuelva a su asiento, señora, por favor. Nadie le ha dado vela en este entierro.
La mujer desapareció para volver al avión.

- Mira, Fabiola –el comandante hablaba en voz baja, conciliador-. La situación es la siguiente: tú te quedas, pero tienes cuatro bultos bastante grandes en el avión, y hay que sacarlos, y eso nos va a retrasar más de lo deseado. Hay pasajeros en ese vuelo que tienen que tomar otros aviones en su destino, que viajan con hora, ¿entiendes, Fabiola?.

A Fabiola se le iluminó el rostro.

- Pero eso tiene una solución muy sencilla. ¡!!Quédense con mis maletas!!!: No me importa en absoluto. Tengo a Estéfano, y con eso me basta.

La pareja volvió a fundirse en un abrazo.

- Te quiero, Fabiola –dijo Estéfano a punto de estallar de alegría-.
- Ya, ya -dijo el comandante colocando tímidamente una mano en el hombro de Fabiola. La pareja volvió a separarse-, pero es que resulta que no es tan sencillo. No podemos permitir que nadie que haya facturado se quede en tierra. Compréndalo, amiga. Sería muy sencillo que cualquier terrorista hiciera eso para volar un avión. Las nuevas normativas aéreas no nos permiten hacer eso.

En esta ocasión fue Estéfano el que se encendió. Su rostro se enrojeció, lo que unido a su tratamiento de rayos UVA, le proporcionaba un aspecto bastante raro, como si su cara se hubiera puesto en technicolor.

- ¿Está usted insinuando que Fabiola podría ser una terrorista?. Mire, no le consiento...
- Que me consienta usted o no me la trae bastante floja –dijo el comandante sin levantar la voz-. Les estoy contando las cosas como son.

En aquel momento se presentó en la escena un hombre gordo, medio calvo, con la camisa sudada y con visibles manchas de grasa fuera del pantalón. Al llegar a la altura de la pareja preguntó.

- ¿Qué ha pasado?.

Estéfano se volvió sonriendo y abrazó a Fabiola.

- Me quiere.
- ¿Quién es este hombre? –preguntó Fabiola-.
- El taxista que me ha traído hasta aquí. Ha tardado quince minutos desde Serrano hasta el aeropuerto. Un figura.

Fabiola sonrió.
- Encantada. Pues si, le quiero.
- Pues entonces –dijo el taxista-, todo arreglado. Qué bonito es el amor. ¿Les llevo a algún sitio?.
- Usted –intervino airado el comandante- váyase a cuidar su huerto (1), y déjese de historias.

El taxista miró a Estéfano.
- ¿Pero qué dice este tío?.

Estéfano se encogió de hombros.

- No es tan fácil. Fabiola tiene sus maletas en el avión, y hay que esperar a que las saquen.
- ¿Pero qué cojones les están contando?. ¿Es que son ustedes tontos?. Ustedes están enamorados, salen del aeropuerto y comienzan a vivir una vida feliz juntos, y fin de la historia.
- Usted vaya a cuidar su huerto –volvió a decir el comandante-.
- El huerto que lo cuide su puta madre –los ojos del taxista se convirtieron en dos brasas-. No te jode...Después de la carrera que me ha dado este tío, que venga, que corra, que corra, que no llegamos, que venga, que si Fabiola por aquí, que si Fabiola por allá...Por culpa de Fabiola es muy posible que me haya pegado un subidón de adrenalina de puta madre, y a ver quien que me compensa a mi si me pega un infarto, no te jode... Y resulta que na, que todo eso, pa na, que por un capricho del piloto, se va a joder una historia de amor como esta.
- Es que da la puñetera casualidad de que no es la primera vez.

La voz procedía del pasillo de embarque. Un hombre alto, joven pero con el pelo canoso, situado al lado de la mujer con gafas de montura de carey, se dirigía decidido hacia el grupo.

- Venga, Fabiola, diles la verdad a estos señores.

Fabiola enrojeció sin poderlo evitar.

- ¿Qué haces tu aquí?
- Pues lo mismo que pretendías hacer tu. Rehacer mi vida. Comandante, esta mujer ha parado ya, en lo que lleva de vida, tres aviones, siete trenes y un barco. Le encanta eso. Once hombres completamente enamorados, que han jurado amor eterno, han llegado a última hora para cogerla entre sus brazos. Eso, sin contar los efectos colaterales de esos once hombres y los respectivos taxis que tuvieron que jugarse la vida entre las calles para poder hacerles llegar a tiempo. Yo fui uno de esos hombres. Fuimos felices durante casi cuatro meses, pero la cosa se acabó. Supongo que porque ya no tenía sentido que siguiéramos paralizando medios de transporte. Lo siento, Fabiola, pero cada vez te va a resultar más complicado seguir jugando a esto. Las normas son cada vez más estrictas, las puertas de los trenes ya no se pueden abrir para saltar en el último momento, los andenes son cada vez más cortos, y no te dejan correr mientras gritas tu amor...Esta cuestión se está complicando. Cuando había que bajar a la pista para subir al avión, o cuando los aviones eran tan pequeños como el de “Casablanca”, el amor resultaba sencillo. A veces, hasta el comandante del avión oficiaba la boda, pero hoy en día es imposible. Lo siento, Fabiola.

Estéfano soltó la mano de Fabiola. Parecía entristecido.

- Fabiola, ¿es eso verdad?.
- Si, Estéfano, pero yo te quiero.
- Y yo a ti, Fabiola, pero podré sobreponerme. Anda, coge ese avión. Hoy serías feliz a mi lado, pero mañana te arrepentirías. Lo importante es que seas feliz durante toda tu vida.
- Gracias por comprenderme, Estéfano. Adiós.
- Adiós, Fabiola. Hasta la vista. Perdona. ¿Te importa devolverme el ramo?.
- A, no. Claro, perdona. Toma.

Estéfano se alejó con el taxista.

- ¿Quiere que le lleve a algún sitio?.
- Si. Al club de tenis Chamartín. Es posible que Purita Cepeda todavía no haya empezado sus clases y quiera tomar una copa conmigo.

El taxista sonrió.
- Qué bonito es el amor.

El comandante puso una mano amable en el hombro de Fabiola mientras enfilaban el pasillo de embarque.

- No se preocupe. Ya verá como todo se arregla.

Fabiola sonrió y le dirigió una tierna mirada al hombre del pelo blanco, que se había puesto a su lado.

- ¿Sigues con Amalia Tejedor?.
- No. Aquello se terminó. Amalia se enamoró de su profesor de Pilates.
- A, vaya. Que interesante.

Cerrando el grupo caminaba el copiloto con la azafata del hombro dolorido, que no podía contener unos gruesos lagrimones.

- ¿Porqué lloras? –preguntó el copiloto-.
- No puedo soportar las historias de amor con final feliz.

(1) Verídico. Los taxistas de la T4 del aeropuerto de Barajas cuidan un pequeño huerto para amenizar la espera.

sábado, 7 de junio de 2008

El sabio y los califas


Ciertamente, su aspecto era el de un intelectual.

Cara curtida, gafas con montura de diseño, una mirada siempre escrutadora, atenta, felina... Así es como se ve a sí mismo Norberto Cuesta.

No se detuvo hasta conseguir parecerse a aquel Tabucchi, ya maduro, que apareció una vez en un soberbio documental sobre Lisboa, junto a otro grande, Cardoso Pires, ya fallecido, el pobre. No se detuvo, decía, hasta que logró que el tiempo y la voluntad tallaran sobre su rostro, una por una, las arrugas que lucía el insigne escritor en aquel documental, protagonizado por una prácticamente ya olvidada cantante de fados, Misia, y por un en aquel momento desconocido Gonzalo de Castro, gran actuación la suya, ejerciendo el papel de camarero enamorado a punto de suicidarse. Más tarde le llegarían a Gonzalo la fama y los laureles, como protagonista de la serie de televisión “Siete vidas”.

Ni la fama, ni los laureles. Donato, argentino ilustre, gran intelectual también, y gran amigo de Norberto, lo decía a cada momento, atribuyéndole la frase no sabía muy bien si a Perón, a Borges o a ninguno de los dos: “los laureles son para el ravioli, amigo”. Tanto Norberto como Donato despreciaban la fama, el dinero, la frivolidad y el poder, a partes iguales, y por ese orden o por cualquier otro. Los dos eran capaces de pasarse noches enteras, con un vaso de Grappa en la mano (Donato tenía la doble nacionalidad argentino-italiana, y grandes amigos en Milan que le enviaban cajones de grappa casera, más fuerte que el aguardiente gallego), divagando sobre lo divino, sobre lo humano, y sobre las mujeres que conseguían levantarse, enamoradas a gran velocidad del porte caballeroso, intelectual y maduro de los dos amigos, y desenamoradas a una velocidad si cabe mayor ante la escandalosa falta de dinero y de orden hogareño de la pareja.

No es que Norberto y Donato vivieran con estrecheces, no. Lo que ocurría más bien es que su absoluta falta de ambición había conseguido enquistarles en un puesto mediocre de una empresa mediocre, y a base de mediocridades, su cuenta bancaria se resentía un mes si y otro también, pasando del amarillo al rojo sin un aviso de cortesía. Alguna vez habían valorado la posibilidad de irse a vivir juntos, pero la pereza que les acometía ante el hecho de tener que desplazarse, el uno o el otro, cargado con los miles de libros que poseía cada uno, daba al traste con cualquier elucubración en ese sentido. No. Cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Cuando ligaban en el Ateneo o en la casa regional correspondiente después de una conferencia (que es donde ligan los intelectuales a mujeres a las que la edad, por haberles quitado la capacidad de procrear, les ha compensado con el pleno disfrute de una sexualidad experta y sin complejos), iban a casa de uno o de otro indistintamente, en función de la conferencia o la exposición a la que hubieran asistido y del libro que se hubieran comprometido a enseñar. Ya se sabe que en estos asuntos, a las mujeres les gusta ir en pareja, casi tanto o más que cuando visitan el baño, y el sex apeal de Norberto era muy similar en su decadencia al de Donato, lo que acababa de raíz con el problema de envidias y rivalidades que suele despertar en cualquier especie la lucha por la hembra. Una simple mirada, una señal de ojos, bastaba para que los dos amigos hicieran el reparto, que casi siempre solía coincidir con el que habían pensado por su cuenta las mujeres.

Una falta de ambición que le había empujado a Norberto a comprarse, por cuatro euros, el más barato de la marca más barata de los coches coreanos existentes en el mercado. Un coche que debía fabricarse no ya en un barco, como es fama de ese tipo de coches, sino en la más miserable herrería de pueblo de toda Corea. Ya le había dado varios disgustos a Norberto su adquisición. Al final, le estaba resultando más caro, avería tras avería, que si se hubiera comprado un coche más decente, con la desventaja, añadida, de que solamente existían cuatro concesionarios en toda la península, y los talleres concertados de otras marcas ya estaban empezando a hartarse de la no ya baja, sino existente calidad de los vehículos asiáticos.

Cuatro concesionarios, si, y el más cercano al lugar en donde le había dejado tirado el coche, después de soltar un extraño humo verde por la zona delantera, aquella tarde nefasta, probablemente a más de mil kilómetros.

El dueño del taller que le atendió le mostró todo su repertorio de gestos de incertidumbre, desde frotarse los ojos con los dedos llenos de aceite de motor hasta cruzarse de brazos meciéndose la barbilla con la mano.

- Para mi que va a ser circuito electrónico, que se ha quemado.
- ¿Y no puedo circular sin circuito electrónico?. Para andar se necesita el motor, la gasolina y las ruedas. Los coches antes no tenían circuito electrónico y circulaban sin ningún problema.
- Antes era antes. Es como los ordenadores. Con el Amstrad que me compré en los ochenta iban los programas más rápidos que con el Vista ese de los cojones. Un pasito para adelante y dos pasitos para atrás. Estamos en la era Yenca.

A Norberto le sorprendió la agudeza del mecánico, al que le había supuesto nada más verlo esa cortedad mental que se les supone a los hombres del campo. A pesar de ser un intelectual, Norberto también tenía su puntito de prejuicios. Una cosa no quita la otra.

- ¿Y que puedo hacer?. Tengo que estar mañana en Logroño para una conferencia.
- El coche no se puede quedar aquí. Hay que llevarlo a una ciudad grande. Si quiere, le llevo esta tarde con la grúa a Logroño, y allí da usted su conferencia y arregla el coche.
- Perfecto. ¿Dónde puedo comer algo?.
- En este pueblo solo hay un bar. Está a la entrada. Tenga cuidado: no se siente en el centro. Esta tarde entenderá porqué le digo esto. Tampoco puedo darle más explicaciones, porque está prohibido por la comisión de festejos. Deje aquí el coche, y a las cinco nos vamos para Logroño. La grúa ahora está haciendo un servicio.

Norberto encaminó sus pasos al bar del pueblo, un feo edificio de ladrillo visto, revoco, mucho aluminio y mucho cristal, que desentonaba a todas luces con el aspecto rural de las casonas que le rodeaban. “Símbolo inequívoco de la riqueza y el poder sobre los concejales de algún lugareño”, pensó Norberto. Mientras entraba, ya albergaba la idea de hacer caso omiso de las palabras del dueño del taller. Jamás le había gustado sentarse en una esquina, en un rincón o pegado a la pared. Donato decía no comprender ese aire de exhibicionismo social, porque Donato era bastante más tímido. A veces decía que a Norberto le hubiera gustado ser como el personaje principal de “La tertulia del Pombo”, el famoso cuadro de Solana. A Norberto le hubiera gustado, como a Ramón Gómez de la Serna. Soltarle cada día la homilía a sus fieles seguidores.

Se sentó pues Norberto en todo el centro de la sala, a una mesa cuadrada con un mantel blanco inmaculado, frente a una pared estucada y con aparatosas molduras de escayola que proclamaban el nefasto gusto del dueño de todo aquello, por si a alguien le había quedado alguna duda al contemplar la fachada. Frente a sí le observaban cuidadosamente, como suelen hacer las personas de todos los pueblos de España con todos los forasteros sin cortarse un poco pelo, tres hombres de mediana edad, gruesos, con cara de becerro y las gafas de sol colocadas en lo alto de la cabeza. Norberto comprendió enseguida que se trataba de cuatro hombres de negocios locales, probablemente cuatro constructores de locales tan horteras como ese. No es que la agudeza de Norberto se saliera de lo normal, sino que al lado de uno de ellos descansaba sobre la mesa un catálogo de hormigoneras.

- Buenas tardes. Que aproveche –le dijo uno de ellos cuando el camarero colocó delante de Norberto un cuenco con pan tostado untado de ajo. Norberto se había abalanzado sobre uno de los trozos con visible ansiedad. Es muy mala la costumbre de salir de viaje sin desayunar nada-. Parece que hay hambre.

Norberto observó tanto a su interlocutor como a sus compañeros, casi clones, mientras devoraba el pan con ajo, que estaba buenísimo, todo hay que decirlo. Le extrañó el hecho de que estuvieran los cuatro sentados de espaldas a la pared, como las muchachas que esperan en el baile a que alguien las saque a bailar. Le extrañó también su envaramiento, que al parecer les empujaba a mantener la espalda pegada al muro, y a no despegarla ni siquiera cuando se metían entre pecho y espalda una cucharada del platazo de judías con chorizo que tenía delante cada uno de ellos. Pero lo que más le extrañó a Norberto fue el exagerado estrabismo que mostraban los cuatro, como si de una enfermedad endémica se tratara. Cada uno de ellos mantenía un ojo mirando al norte y el otro al sur, y provocaban en Norberto ese extraño nerviosismo que te obliga a colocarte en el lugar que crees apropiado cuando te encuentras con alguien de fuerte estrabismo.

- Pues si, si que hay hambre –contestó Norberto sonriendo-.
- ¿A Logroño? –le preguntó otro, con ese laconismo también característico-.
- Si. A una conferencia.
- ¿Y como le ha dado por detenerse en este villorrio?- le preguntó el tercero. Aquello estaba empezando a parecerle a Norberto el tribunal de las aguas-.
- El coche, que me ha dejado tirado.
- ¿Qué coche tiene?.
- Un Tanewoo.
El primero de la izquierda levantó el brazo con gesto despectivo mientras sacaba el cucharón de su boca.

- Ese coche es una mierda, hombre de Dios. Para comprarse eso, no se compre usted nada. Para ir por carretera, hay que ir seguro. De Mercedes para arriba.

- Bueno, ¿cómo le diría yo –contestó Norberto. Su sonrisa estaba empezando a entumecerse en su boca-. Es que para mi el coche no es algo que tenga la más mínima importancia.

- Eso se nota. Tan poca importancia tiene, que le ha dejado tirado.

Los otros tres becerros celebraron con oportunas risotadas la ocurrencia del tercero empezando por la izquierda. Norberto comprendió que estaba a punto de sufrir en sus carnes otra de las características que, según el, mantenían desde tiempos ancestrales los que vivían en el campo: su temprana pérdida de respeto hacia los interlocutores, por muy recién llegados que estos fueran.

- Si, la verdad es que no he tenido suerte.
- Bueno, no pasa nada. Un par de horas más, y el Fulgencio le lleva a Logroño. Allí, seguro que encuentra un cuadro electrónico para el Tanewoo ese que se ha comprado.

Tercer axioma de fe. Norberto no pudo hacer otra cosa que sentir auténtica admiración hacia el sistema de comunicaciones de aquel lugar, fuese cual fuese. La noticia de su aventura, con pelos y señales, les había llegado a aquellos cuatro hombres antes de que el entrara en el bar.

- Y así –dijo el segundo guiñándoles el ojo a los otros tres-, a lo mejor le da tiempo a jugar un turno de “puta cuchilla”.
- ¿”Puta cuchilla”? –dijo Norberto cada vez más relajado. Había caído en la cuenta de que era Fulgencio el que iba a conducir por la tarde, y para celebrarlo se había bebido ya tres vasos de vino tinto de buena calidad-. ¿Qué es eso?.
- Ya lo verá, ya. Oiga, usted que tiene cara de saber bastantes cosas, ¿sabe que tres huertas famosas hay en España?.
- Pues no, no caigo en estos momentos.
- La huerta murciana, la huerta valenciana y la “huerta” ciclista a España.

Esta vez, hasta el camarero soltó la risotada mientras colocaba delante de Norberto un plato de sopas de ajo con el correspondiente pulgar metido dentro. El vino estaba empezando a hacer estragos en el ánimo de nuestro amigo. Una densa nubecilla de placer se empezaba a adueñar de sus sentidos.

- ¿Y saben ustedes lo que dijo Chateaubriand?.

Los cuatro se pusieron serios y se miraron unos a otros, si es que se podía llamar mirar a aquel errático movimiento de ojos. El tercero se encogió de hombros.

- ¿Y quien es ese “Chato”?. No le conocemos. ¿Algún concursante de Gran Hermano?.
- Si, pero cuando el gran hermano se llamaba Robespierre –Norberto se rió de su propia ocurrencia como solo un intelectual de casta suele hacerlo, es decir, en solitario-. Bueno, pues dijo: “Talleyrand no era más que una mierda envuelta en medias de seda. Ja, ja, ja. Una mierda envuelta en medias de seda.

El tercer hombre le hizo una seña al camarero. Cuando se acercó, le sugirió que no le diera más vino al forastero. En aquel momento, se escuchó un desaforado grito procedente de la cocina.

- ¡!! Puta cuchilla ¡!!.

Norberto se encontró de repente mirando al techo, decorado con estrafalarios frescos, muy saturados de color, que intentaban reflejar querubines. Su vista discurría de forma circular, mirando ahora a la pared situada a la espalda. No entendía esa capacidad de visión, hasta que pudo ver, bajo el, y mientras seguía subiendo, su propio cuerpo sentado en la silla, con los brazos extendidos, los cubiertos en la mano, y un gran chorro de sangre, que surgía del lugar que había dejado de ocupar la cabeza.

Y fue en ese momento cuando Norberto comprendió, mientras observaba a los cuatro hombres agachados y pegados a la pared, lo que significaba “puta cuchilla”, lo que significaba el exagerado estrabismo de aquellos hombres, que tenían que mirar por fuerza hacia todos los ángulos por los que podía surgir esa “puta cuchilla”, y lo que significaba el consejo del bueno de Fulgencio, que no debía de ser la primera vez que se lo daba a un forastero. Todo eso comprendió Norberto mientras su cabeza giraba, giraba y giraba, en lo que a el le parecía un lento movimiento, cada vez más lento y cada vez más gratificante, y siguió comprendiendo Norberto hasta que la sangre terminó de salir del todo de su cráneo y la oscuridad se enseñoreó de su conciencia.

Hasta el último momento había estado comprendiendo Norberto. Al fin y al cabo, era todo un intelectual.