domingo, 15 de enero de 2012

Treinta años

No pudo evitar contemplar su imagen en el espejo situado frente a la barra, justo detrás del camarero mal encarado, con barba de tres días y palillo bailante asomando entre los labios. El hombre la contemplaba de reojo, mientras limpiaba los vasos con un paño de cocina tan renegrido como su alma. Sus miradas se cruzaban a cada momento. Del espejo, al camarero, y de este, rápidamente, de nuevo al espejo. Los dos en silencio, los dos observándola, los dos aburridos a causa de la falta de clientes. De vez en cuando, el camarero desviaba la mirada hacia la vitrina situada sobre la barra, como tratando de incitarla a consumir algo más que el café con leche que había pedido. “Si todos los clientes fueran como ella”, supo ella que estaba pensando aquel hombre, “no le iba a quedar más remedio que cerrar muy pronto”. Con una cierta sensación de culpabilidad, que sabía absurda y que sin embargo no podía evitar, centró su mirada en el espejo.

Recordó los lejanos tiempos en que los iba buscando. Amigos silenciosos, que le devolvían una imagen gratificante de sí misma. Estaban por todas partes. En los comercios, en las tiendas de ropa que le gustaba frecuentar, en la luna de cualquier escaparate… Con el tiempo se habían vuelto crueles. Seguían igual de silenciosos, pero aparecían como por sorpresa, como si esperaran agazapados a que ella pasara para saltar a su encuentro, mostrando una imagen deteriorada por los años y la vida. Ahora no los buscaba, pero se encontraba con ellos. Seguían estando por todas partes. Este no era de los peores. Dentro de lo malo, la capa de suciedad y humo solidificado que lo cubría, atenuaba la profundidad de sus arrugas y sus labios mal pintados.

¿Por qué la habría citado Armando en aquel lugar tan sórdido? ¿Había perdido tal vez,  con los años, la pasión por los locales de moda que tenían cuando eran novios? Podían haber quedado en Chicote, o en Fuentesila, o en la misma cafetería de El Corte Inglés, pero no en este tascucio, gris, sórdido, vacío y poco iluminado. ¿Lo había hecho por el precio de la consumición? Si era eso, era absurdo. Armando no había sido nunca precisamente agarrado. De hecho, era ella la que ponía orden en las cuentas de la casa. Por un par de euros más, o incluso menos, se podía estar más a gusto en cualquier otro lugar. Las cuentas de la casa. Recordó los malabarismos que tenían que realizar para llegar a fin de mes, con el escuálido sueldo de un marido, que veía cómo sus compañeros de oficina le iban adelantando por los lados. Armando siempre había sido un cobardón para reclamar lo suyo, y ella lo sabía, pero no le decía nada porque cada vez que sacaban el tema, Armando se hundía. Ella dejó de echarle en cara su cobardía. Se arremangó la blusa y se hizo una experta en buscar ofertas de ropa y de comida. Hacía virguerías con el presupuesto, y se permitían incluso algún viaje de vez en cuando, o pasar parte del verano en la playa, algo que a ella le encantaba, y ante lo que Armando solía protestar tímidamente hasta que se daba cuenta de lo que su mujer era capaz de hacer con el escaso dinero que entraba en casa. Y siguió siendo así hasta que la cosa cambió, hasta que el jefe, posiblemente avergonzado ante la situación de Armando, le subió el sueldo hasta igualarlo con el del resto de sus compañeros.

No, no entendía la razón por la que Armando había elegido este siniestro lugar. Pensaba decírselo en cuanto le viera, entre otras muchas cosas. Estaban empezando a amontonársele en la conciencia las cosas que tenía que decirle, pero iba a empezar por esta. Se sentía incómoda sentada en aquella barra, con aquel bandido de cine cerca de ella, que más que limpiar los vasos los ensuciaba. Ella era una señora, y siempre lo había sido, y eso era algo que Armando sabía de sobra, de siempre, y que no debería haber olvidado. Una señora, a pesar de que había tenido que ponerse a trabajar, o precisamente por eso todavía más, para sacar a sus cuatro hijos adelante, al día siguiente de que Armando se fugara con aquella bailarina del teatro, poco tiempo después de aquella subida de sueldo que provocó que su cerebro se fugara a la entrepierna. Una señora, que nunca perdió la delicadeza de sus manos, a pesar de los productos abrasivos que se había visto obligada a utilizar en aquella fábrica de envases de plástico. Una señora, siempre una señora, a pesar de todo y a pesar, sobre todo, de Armando. Los maridos y las esposas de sus dos hijas y sus dos hijos la llamaban desde siempre así, señora, a pesar de que ella les daba confianza. Su fortaleza y serenidad de espíritu ante la cobardía de su marido habían provocado de inmediato un gran respeto hacia ella por parte de los hijos, que transmitieron a su vez a los suyos. Los nietos la respetaban, pero no la llamaban señora, por supuesto. Ella no lo hubiera consentido. Prefería mil veces aquel “abuela” que provocaba casi siempre un brillo en sus ojos.

Escuchó un murmullo de admiración a sus espaldas. Se volvió, con una mezcla de curiosidad y de fingida molestia. Tres obreros, enfundados en sus monos azules, observaban su espalda desde la mesa a la que se habían sentado a almorzar. Al ver la cara de ella, la sonrisa de ellos se desdibujó de sus labios,  y la mirada se tornó huidiza. Últimamente solía ocurrir. Mantenía una trasera sugerente a los ojos de los hombres, que se eclipsaba al mostrar la delantera, con esas terribles arrugas en el cuello y la parte superior de los senos. Con esas arrugas en la cara. Tenía que acostumbrarse. Al fin y al cabo, estaba en esa edad en la que la lujuria que despierta una mujer va cediendo su lugar al respeto hacia las personas mayores.

Iba a decirle tantas cosas... ¿Qué esperaba de ella este hombre, después de treinta años sin tener noticias suyas? Ni siquiera se había molestado en llamar jamás a los hijos, para felicitarles por su cumpleaños, o el día de la boda de cada uno de ellos. Después de romper del todo con todo, de echar por la borda su vida, sin importarle en absoluto lo que ocurriera con la de ella, ¿qué esperaba? Tal vez se presentara con su aire de Don Juan y su sonrisa de película, que fueron ensombreciéndose con los años a causa de las obligaciones familiares. Tal vez se presentara así, como el gallo del gallinero que era antes de la primera arruga bajo los ojos, convencido de que ella se iba a arrojar rendida a sus brazos. Probablemente pediría disculpas. Unas disculpas que ella no estaba dispuesta a aceptar. Posiblemente, en su demencia, quería presentarle a su última amante. ¿Qué esperaba este hombre de ella? ¿Qué quería? ¿Qué podía esperar que hiciera ella? ¿Recibirle con los brazos abiertos, como si no hubiera ocurrido nada? Se había vuelto loco si pensaba así. Ella sabía que la bailarina le había abandonado muchos años atrás, y que después vino otra mujer, y luego otra, y otra, que satisfacían sus bajos y no le causaban molestias con hijos llorones. Al principio ella se interesaba por su trayectoria, a través de amigos y conocidos, porque el muy “huevazos” ni siquiera se había tomado la molestia de irse a otra ciudad, pero con el tiempo dejó de hacerlo. Dejó de hacerlo cuando descubrió que la vida de sus hijos, infinitamente más valiosa que la de Armando, tiraba de ella.

Miró el reloj. Tarde, como siempre. Era su costumbre. El mundo estaba concebido para esperarle. Recordó aquellas cenas con los amigos, cuando él tardaba media hora más en arreglarse que ella. “Es que a ti no te hace falta, querida. Es lo que tenéis las guapísimas del Universo”, le decía zalamero cuando salían de casa. Llevaba más de media hora esperándole. No iba a venir. Llegó a esa conclusión de repente, convencida de que la cobardía de Armando era más fuerte que sus deseos de volver a verla. Ahora estaba segura de que no pensaba venir desde el mismo momento en que la llamó para citarla en este lugar. Dos frases huidizas, pronunciadas sin fuerza, sin el aplomo que mostraba Armando de joven, cuando parecía que se iba a comer el mundo. Probablemente llamó convencido de que ella no iba a aceptar la cita. Probablemente el corazón le pegó un vuelco en el pecho, del susto, cuando ella contestó, con un aplomo infinitamente más acusado que el de él, “sí, Armando, allí estaré”. No, no iba a venir.

 Apagó el cigarrillo, y observó que la mirada del camarero se dirigía fugaz al carmín de la boquilla. Siempre le había sorprendido la extraña fascinación que el carmín en la boquilla de un cigarrillo solía provocar en la mayoría de los hombres. Se levantó, dejó un par de monedas en la barra, y se dispuso a salir.

Entró en aquel momento.

Era Armando, no cabía duda. Ella volvió a sentarse. En cuanto la vio, el hombre se dirigió a la barra, a su lado. Caminaba con pasos cortos, de piernas en retirada. Con pasos de persona anciana. Ligeramente inclinado hacia adelante. Ligeramente doblado, más bien.

El color de su cara era indefinido, entre aceitunado y ceniciento, como de moribundo. Grandes bolsas se habían formado bajo sus ojos. Cuando sonrió al acercarse, por un instante fugaz, ella pudo contemplar la blancura perfecta de una dentadura postiza. Llevaba sombrero. Al quitárselo y dejarlo en la barra, ella no pudo evitar un respingo ante aquella fascinante pelambrera que había desaparecido, dejando en su lugar unos cuantos jirones de pelo blanco, que luchaban por sobrevivir en el desierto en que se había convertido el antaño frondoso cuero cabelludo.

Se sentó a su lado, tropezando y tosiendo. La miró sin hablar. Ella abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. La mano temblorosa de él recorrió parte de la barra, quedando a medio camino entre los dos. Su expresión se tornó triste. Infinitamente triste. Ella no recordaba haber visto jamás una expresión tan triste en el rostro de él. Los ojos de Armando se volvieron aguanosos. Abrió también la boca, pero no dijo nada.

Después de un momento, que a los dos se les hizo eterno, ella colocó su mano sobre la temblorosa mano de él.

Sobraban las palabras.