domingo, 23 de noviembre de 2008

Las guerras frikis


No se muy bien como empezó la locura. Al principio nos reíamos, eso sí que lo recuerdo. La gente los señalaba por la calle, y todos reían menos ellos, que asumían su personalidad sin complejos, sin ataduras, sin ningún prejuicio social. No respondían a las burlas, pero lanzaban miradas retadoras algunas veces, algo que nos tenía que haber hecho sospechar. El hecho de que tampoco tuvieran ningún sentido del ridículo también debería habernos hecho sospechar.
Creo que los primeros pertenecían a la saga de la guerra de las galaxias. Y al segundo bombardeo de la misma, a la serie de tres películas hechas con ordenador, en las que no se notaba que la luz láser del sable no era más que un truco barato, como en las primeras. Al primero que vi yo, el día que la estrenaron en un cine de la Gran Vía, fue a un Darth Maul de opereta, un muchacho rechoncho, extremadamente bajito, de cabeza hundida y piernas cortas y regordetas. La cabeza pintada de rojo parecía un tomate incrustado en un guante de cuero negro. Supongo que no se había disfrazado de Yoda porque se había autoimpuesto una especie de reto personal que desde luego no había conseguido superar con dignidad. La gente se reía en su cara, le señalaba con el dedo y algunos, los más atrevidos, incluso le echaban palomitas. Hasta el amigo que le acompañó al cine caminaba a un par de metros de él, como si aquello no fuera con él, por lo que pudiera pasar.
Después se hizo más normal verlos. A casi todos los estrenos acudían unos cuantos. La mayoría de las veces relacionados con películas de ciencia ficción o fantasía, porque claro, hubiera resultado ilógico, y sumamente complicado, disfrazarse de friki de “Los puentes de Madison”, por ejemplo, aunque habría tenido mucho mérito.
Ya nos habíamos acostumbrado a ellos, cuando fueron ellos los que empezaron a dejar de acostumbrarse al resto de la humanidad. Una vez, un espectador se retorció de risa ante un improvisado Neo que doblaba su espinazo, vestido con un traje de cuero de una calidad deleznable, curvándose hacia atrás como si estuviera esquivando una hipotética bala. Ante la risa de aquel pobre infeliz, de la fila de gente que esperaba para sacar la entrada surgieron veinte tíos vestidos de cuero, con gafas negras, y le rompieron al pobre transeúnte los brazos y las piernas a cámara lenta, como en la película.
Aquello empezó a desmadrarse. No había viernes que no estrenaran alguna película que diera lugar a toda una legión de frikis decididos a convertirla en su fundamento vital. Los primeros enfrentamientos se dieron en las salas multicines, y el más sonado fue el que reunió a los frikis de Hairspray, todos vestidos con sus trajes popis y sus melenas a lo B-52, y a los frikis de Mad Max 3, armados con cadenas ellos y salvajemente vestidas de Tina Turner ellas. Ni que decir tiene que los seguidores de Mad Max regresaron esa noche a su casa cantando, bebiendo y con los bolsillos llenos de mechones de pelo de los inocentes seguidores de Hairspray.
Los frikis de “La guerra de las galaxias” se hicieron legión. Con sus espadas de acero pintadas con pintura luminiscente lograron acabar con los frikis de la saga de “El señor de los anillos”, normalmente gente muy bajita que se podía disfrazar de Frodo sin ningún complejo, y con pocas armas, ya que se basaban mucho en una hipotética magia que claro, no existía. A estas alturas, la gente normal ya nos resguardábamos en nuestra casa durante un par de semanas, hasta que pasara la euforia del estreno, porque las calles empezaban a alfombrarse de muertos de verdad, de frikis que llevaban su pasión hasta el mismo final.
La situación dio un giro de ciento ochenta grados el viernes en que estrenaron la tercera parte de las “Las crónicas de Narnia” a nivel mundial. Miles de Darths Vaders completamente fuera de si, que al parecer se habían puesto de acuerdo gracias a Internet, arremetieron contra miles de jóvenes indefensos disfrazados de príncipe Caspian. Los Darths Vaders, enloquecidos por el olor de la sangre que habían derramado, siguieron aquella terrible noche matando, y entre matanza y matanza, se hicieron con todos los centros de poder. Los ejércitos del mundo, aletargados después de tantos años de inactividad, no pudieron hacer nada contra un grupo perfectamente organizado y sumamente letal.
Los Darths Vaders acabaron rápidamente con sus competidores. Todos los frikis sucumbieron ante su empuje excepto los frikis de Gollum, personas de una mentalidad más solitaria y menos sectaria que sus compañeros de saga. Los Gollum, en un acto más coherente con su propia filosofía que los frikis de Gandalf, por ejemplo, huyeron en manadas a las pocas cuevas que habían quedado libres después de los sucesivos desastres inmobiliarios que habían asolado el panorama mundial. Aquello fue el comienzo del fin. Cada vez más frikis ocupaban los puestos importantes, las alcaldías, los parlamentos... Las campañas de propaganda estaban plagadas de carteles de alguien disfrazado de algo, que recordaban a los estrenos de películas que yo había visto en mi juventud. A la gente normal se nos perseguía, se nos adoctrinaba, se nos vapuleaba moralmente, hasta conseguir que cada uno de nosotros creyera que el friki era el, y no los Neos, los Hellboys o los Indiana Jones que nos atendían en la ventanilla del registro o en las salas médicas de consulta. Poco a poco, nos fuimos convirtiendo en una rareza. Pasear por la calle se convirtió en un homenaje a la ciudad de Los Angeles que había imaginado Ridley Scott cuando rodó “Blade Runner”, allá por las catacumbas de la memoria.
Hoy soy consciente de que todo ha terminado. Estoy aquí, en mi casa, sentado, vestido con mi pantalón vaquero y mi camisa de cuadros rojos, como de leñador. Mi hija, de doce años, embutida en un traje de Lara Croft con prótesis mamarias especiales para un disfraz de Lara Croft de niña de doce años, me apunta con una Uzzi auténtica. Mi hijo es más pequeño. Tiene seis años. Se ha subido a la banqueta y me amenaza mientras me apunta con su mano de tijeras de verdad, como la de Eduardo Manostijeras. Grita como el vietnamita que amenazaba a Robert de Niro obligándole a que se pegara un tiro en la sien en “El cazador”. Frente a mi, en la mesa, han colocado un ridículo traje de Pedro Picapiedra, reservado para aquellos normales recalcitrantes que no se resignan a disfrazarse de nada. Que Dios acoja mi alma en su seno...