martes, 9 de diciembre de 2008

El evento


Dedicado con todo mi cariño a Michael P. King y Belly, que saben transmitir a la perfección su alegría de vivir a los pocos privilegiados que tienen la suerte de poder compartir con ellos unos cuantos días.


Rafael Salazar observó atentamente el armario de trajes del vestidor de su casa. Se decidió finalmente por una elegante chaqueta azul cobalto, que armonizaba con la camisa verde pistacho claro y la corbata azul claro que había elegido para la ocasión. Después de la chaqueta sacó el pantalón. Le gustaba ese pantalón especialmente, porque nunca rozaba los tirantes que se ponía para mantener en su lugar los calcetines de ejecutivo.

Mientras se ponía la camisa, se deleitó pensando en el día que le esperaba. Adolfo, su hijo mayor, notario como el, les iba a invitar a comer a el y a Adriana, su esposa y madre de Adolfo. en el restaurante “más elegante de la ciudad”, según sus propias palabras, con ocasión de sus bodas de plata. Irían también Bárbara, la mujer de Adolfo, y sus dos hijos adolescentes, Borja y Vanessa.

Abrió el primer cajón de la mesilla en busca de sus gemelos, pero no encontró nada en aquel batiburrillo de guantes, mecheros elegantes, pañuelos de encaje y llaves de coche de repuesto.

_Adriana, cariño, ¿dónde están mis gemelos?

Los altos tacones que se había puesto Adriana para la ocasión repiquetearon alegres en la tarima del pasillo. Una tarima de verdad, de las que crujían, de las que se colocaban únicamente en los selectos pisos del barrio de Salamanca. Adriana apareció por la puerta del dormitorio colocándose con las dos manos un pendiente de oro. “Que guapa está”, pensó Rafael sin poderlo evitar. Todavía conservaba esa elegancia felina de su juventud, y en cuanto al sexo, a medida que la capacidad de procrear se le había ido escabullendo por la edad, su libido aumentaba de manera inversamente proporcional. Rafael estaba muy orgulloso de su mujer.

_¿Dónde crees que pueden estar, cariño?
_No lo sé. Por eso te pregunto.
_Segundo cajón, Rafa, segundo cajón.

Rafael encontró por fin la cajita forrada de piel con los gemelos que le había regalado Adriana el día que aprobó las oposiciones a Notarías.

_¿A dónde crees que nos llevará Adolfo? Estoy tan ilusionado...
_Con el dineral que está ganando nuestro hijo, y la fortuna que acaba de heredar Bárbara, supongo que como poco nos invitará a Horcher, a Lardhy o a alguno de esos.
_Horcher... Dios mío. Hace más de treinta años que ni siquiera paso por delante de la puerta. Y pensar que antes íbamos casi todas las semanas...

Rafael se colocó al lado de su esposa, frente al gran espejo de marco dorado situado en una de las paredes del dormitorio. Observó a su mujer mientras esta se colocaba con maestría unas cuantas horquillas estratégicamente dispuestas, de forma que su pelo adquirió el mismo aspecto que el de una actriz cinematográfica preparada para la entrega de un óscar. Su pelo era muy diferente. Largo por los lados, pero inexistente por arriba, con un casquete de piel que crecía a un ritmo de varios centímetros al año. Rafael disimulaba el páramo existente entre el final de su nariz y su labio superior, rasgo genético de toda su familia, con un bigotillo a lo Gilbert Roland bastante atractivo, según palabras de Adriana.

Llamaron al portero. Rafael descolgó y escuchó unos segundos.

_Ya están aquí. Vamos.

Todos estaban guapísimos. Adolfo vestía una chaqueta cardigan y pañuelo anudado al cuello, con pantalones de pinzas de color beis, Vanesa un elegante vestido morado claro de Arman, con collar de perlas incluido, y los niños ropa de “The little Liverpool”, en tonos verdes y amarillos. Los cuatro llevaban zapatos de charol relucientes. Después de los saludos y abrazos de rigor, subieron los seis al Crhysler Voyager, que Adolfo había lavado en profundidad para la ocasión. Rafael se sentó al lado del conductor. Al ver que su hijo salía de la ciudad, le preguntó, no sin cierta sorpresa.

_¿No vamos al centro, hijo?
_No, papá. Me han dicho que está en un centro comercial de las afueras. Ya he metido la dirección en el GPS.
_Pensaba que íbamos a Horcher, o a Lardhy. Como dijiste que nos ibas a invitar en el mejor restaurante de la ciudad...
_Y es lo que voy a hacer, papá. Por Dios –Adolfo parecía un poco irritado-, estamos en el 2022. Horcher y Lardhy desaparecieron cuando el centro se convirtió en un getto amurallado. Hoy en día no se puede visitar si no es con escolta, y solo para realizar alguna inspección de un edificio histórico por motivos de seguridad o de inventario. El restaurante al que vamos es el más caro, con mucho, de todo Madrid, y posiblemente de toda España.
_Hace mucho que no paseo por Madrid, hijo. Ni tu madre ni yo conocemos esa muralla.
_La muralla está muy cerca de tu casa, papá. El barrio de Salamanca se quedó fuera, aunque algunas zonas no se sabía muy bien como catalogarlas.

El GPS de última generación les indicó “destino alcanzado” con su voz metálica cuando el coche estaba en el centro de un gran aparcamiento.

_¿Es aquí? –preguntó Adriana-.
_Aquí es, dijo Adolfo. Justo a vuestra espalda.

Todos miraron antes de salir del coche. Los chicos soltaron casi al unísono un “!!guauuu!!” de admiración. Se trataba de un edificio enorme, lleno de carteles de colores, globos de madera en la parte alta y grandes cristaleras a través de las cuales se podía ver el interior. Un gran payaso de metálico señalaba con su dedo índice, que se movía de arriba abajo, una hamburguesa casi tan grande como el.

_Papá, mamá, esta es mi sorpresa –dijo Adolfo sin poder contener apenas la emoción-. Hoy vamos a comer en el “Burgui Dundy”.

Bárbara no se pudo contener. Se levantó del asiento trasero y abrazó a su marido riendo y gritando como una posesa. Rafael y Adriana miraban a su hijo y a su nuera con una sonrisa forzada, sin saber muy bien qué hacer. Los niños no paraban de dar saltos de alegría.

Bajaron del coche. Vanesa y Borja salieron corriendo. Bárbara cogió el brazo de su esposo sin poder contener la alegría. Rafael y Adriana caminaban de la mano, detrás de la pareja. Cuando llegaron, los niños estaban sujetando la puerta de cristal.

Adolfo se adelantó hasta el encargado, un joven con los brazos cruzados, ataviado con un mandil rojo y una gorra roja sobre la que se podía leer “Burgui Dundy Staff” grabado en un hilo amarillo brillante.

_Buenas tardes. Tenemos una mesa reservada a nombre de Adolfo Salazar.
_Déjeme ver... Sí, aquí está. Muy bien, pase.

Adolfo hizo un gesto de desconcierto.

_¿No nos acompaña?.

El joven se encogió de hombros con aire de autosuficiencia.

_No hace falta. Está vacío. Han llegado ustedes muy pronto.

Pasaron a una gran sala sobre la que se disponían mesas de patas metálicas y tablero melaminado en blanco, y sillas de plástico de diferentes colores. Al sentarse, Adriana se desplazó hacia la izquierda y estuvo a punto de caer de la silla. Rafael la sujetó con mano firme.

_Ten cuidado, querida. Las sillas no parecen muy fuertes que digamos.
_Ya lo veo, cariño.
_Papá, mamá –dijo Adolfo-, estoy tan contento de compartir con vosotros este momento... Bueno, vamos a pedir la comida.

Rafael miró a su hijo con sorpresa.

_¿Es que no te atienden?.

Adolfo levantó la mano y sonrió, como perdonándole la vida a su padre.

_¿Qué dices, papá? Eso es una costumbre ancestral. Ya no lo hacen en casi ningún lugar, por muy cutre que sea el restaurante. No está bien visto que no puedas ver tú mismo el lugar en el que se elaboran los productos.

_Bueno, hace un montón de años, mientras estuve destinado en Barcelona, cené muchas veces en “El Bully”, y tuve la oportunidad de ver su laboratorio. Yo pertenecía a un grupo de privilegiados que cenábamos en un reservado. Adriá nos preparaba, en exclusiva para nosotros, unas fabes con almejas, huevos con morcilla y cosas así. Pagando casi el doble, claro.
_Fabes con almejas, huevos con morcilla –dijo Bárbara poniendo cara de asco-... Por favor, Rafael, no digas esas cosas delante de los niños.
_Hoy vas a tener el enorme privilegio de probar la “Burgui Dundy Special crunchy”, papá. Es un producto carísimo, pero la ocasión lo merece. Venga, vamos a la caja.

Rafael se levantó. No sabía muy bien como ponerse. Acompañó a su hijo a la caja. Cuatro jóvenes ataviados con la misma ropa que el encargado, pero con la gorra roja sin bordado amarillo, esperaban los pedidos delante de un mostrador con cuatro cajas registradoras de aspecto moderno y cuatro micrófonos cromados. Adolfo se colocó delante de uno de ellos y comenzó a pedir.

_Buenas tardes. Seis “Burgui Dundy Special Crunchy”, por favor.
_¿Menú, o sueltas?.
_Sueltas, sueltas. Cuatro cocas, y... Papá, ¿Qué bebéis mamá y tu?.
_Dos copas de rioja, por favor.

El joven desvió la mirada por un momento de Adolfo, y la posó sobre Rafael. Parecía ligeramente enfadado.

-¿Me está vacilando?.

Rafael miró consternado a su hijo, y se encogió de hombros. Adolfo se dirigió al joven tratando de quitarle hierro al asunto.

_Perdone. Es que mi padre no tiene costumbre. Dos cocas para ellos también, por favor. Dos de jalapeños con salsa Crusty y.... Si, y una de aros de cebolla “Special Size”.
_¿Algo más? ¿Postre, poteitos “marvel men”, algún “Sindy lover Nacho”?

Adolfo abrió la boca sin saber muy bien qué contestar. Empezó a sudar ostensiblemente, una característica familiar que surgía ante la adversidad de momentos como el que estaba viviendo. El hombre que se había colocado en la caja de al lado le miraba, a el y a su padre, con gesto divertido.

_N...No, gracias, nada más.
_Dos mil setecientos cincuenta euros, por favor.

Rafael dio un respingo y se acercó a la oreja de su hijo.

_Hijo, por favor, eso es una barbaridad. Anula el pedido y vámonos a otra parte.
_No te preocupes, papá. Está todo previsto. Me ha salido más barato de lo que me esperaba.

El joven dispuso seis bandejas de plástico sobre el mostrador, una hamburguesa y una bebida sobre cada una de ellas, y los entrantes en las dos últimas. Adolfo cogió tres, y su padre otras tres. Volvieron a la mesa y se sentaron en las mesas de plástico. Antes de abrir su caja de cartón, Rafael miró a su alrededor.

_Parece que esto se está llenando.

Le sorprendió ver a un joven, que caminaba como un egipcio hacia el mostrador mientras una gran camiseta le cubría las rodillas.

_Es un público exclusivo, papá. Aquí ves marcas de ropa y coches que no puedes encontrar en ningún otro lugar.
_La gente no viste como nosotros, hijo. Son ropas de marca, sí, pero modernas, de sport. Nos podías haber avisado a tu madre y a mi.
_Hay mucha gente de sport, papá, no lo niego, pero fíjate en aquel señor del rincón. Lleva una chaqueta cardigan muy parecida a la mía.
_Se habrá equivocado. Esto no tiene nada de exclusivo, hijo. Es una cadena de hamburgueserías repartida por todo el mundo.
_Papá, por favor, ¿existe algo más exclusivo que el hecho de que la “Burgui Dundy Special Crunchy sepa exactamente igual aquí que en Madagascar?.
_Bueno. Mirado así...
_El niño tiene razón, Rafael –dijo Adriana-. Eres un poquito retrógrado. Siempre lo has sido.

En aquel momento, una niña de unos cinco años vestida con un exclusivo vestido de lunares de Monchita Ferrán, se sentó detrás de Rafael, y se le quedó mirando fijamente con una sonrisa. Rafael se volvió antes de abrir la caja de su hamburguesa. La niña le gritó a bocajarro.

_¿Eres “Burgui Crunchy”?.
_No, preciosa, no soy “Burgui Crunchy”.
_No me engañes. Llevas el pelo igual que el.

Rafael recordó al enorme payaso metálico situado sobre la fachada del local.

_No soy “Burgui Crunchy”, niña, así que cómete tus jalapeños y déjame en paz.

A la niña se le borró la sonrisa de la boca. Rafael abrió su caja de cartón, sacó la hamburguesa, leyó una nota plastificada en la que figuraban los ingredientes, que venía en el interior del envoltorio de cartón, y a continuación levantó la rebanada de pan con sésamo de Irán, observó el pepinillo de Croacia cortado a mano, la cebolla de las montañas de Nepal, la lechuga de las huertas de la luna, los tomates formados en la falda del Krakatoa, y la espectacular hamburguesa de carne de vacuno criado a su bola en las calles de Nueva York, a imitación de una antigua costumbre hindú. Cerró los ojos, y se dejó extasiar por los aromas que le llegaban a la nariz. En aquel momento se sintió feliz. Mordió su hamburguesa con verdadero placer. Su boca quedó marcada con un ribete de ketchup. Involuntariamente, se volvió. Su mirada se cruzó con la de la niña del vestido de lunares, que empezó a sonreír otra vez.

_Lo sabía. Eres “Burgui Crunchy”.