sábado, 26 de mayo de 2012

Cuestión de márketing


Estoy empezando a cansarme de esperar. Cuando les veo venir hacia mí, me pregunto si tendré suerte. La pareja perfecta. Él, medio calvo, con unos cuantos mechones descuidados a los lados, de color negro entreverados de blanco, y un bigote de morsa del mismo tono. Arrastra el carrito con desgana, rodeando con los cortos brazos su propia barriga cervecera. Lleva gafas de nácar con cristales de culo de botella. Anacrónicas. Todo en él refleja anacronismo. Lleva como bandera, bien visible, su desprecio hacia todo lo que signifique glamour. Su barba de tres días, sus grandes manchas de sudor en las axilas, su desmañada forma de caminar, su ropa barata, lo dicen todo de él. Sólo le faltaría un mondadientes bailoteando en la boca para certificar el conjunto de su mediocridad, de su naturaleza miserable. 

Ella es diferente. Alta, morena, erguida, camina con los brazos cruzados y pasos largos, más lenta que el becerro que lleva al lado. Lleva media melena, tachonada de regueros blancos, pero muy cuidada. Es elegante, y siempre lo ha sido. Tiene la mirada triste y madura de toda mujer que presiente su cenit como tal, o que incluso ya lo ha sufrido.

Una pareja contrapuesta, como tantas otras que he conocido. A veces pienso que buscamos el contraste en la persona con la que deseamos compartir el resto de nuestra vida, sin saber explicar muy bien el porqué. Meto la cabeza en el maletero del coche, como si estuviera colocando algo. Ellos se acercan al punto, situado a unos cinco metros del lugar en que me encuentro. Sí, es posible que hoy tenga suerte.

Me incorporo al tiempo que ella resbala en el aceite que he vertido un par de horas antes. Una mancha apenas perceptible en la oscuridad del hormigón pulido del aparcamiento. La caída es brutal. Se agarra al lateral del carro mientras sus piernas, muy esbeltas por cierto, se levantan separadas en el aire, con las puntas de los pies mirándose la una a la otra. Su cuidada melena se desmadeja, y su elegante fisonomía se transforma por un instante en una mueca de terror. Grita sin fuerzas, un quejido corto, pero rotundo. El becerro sujeta el carro para que no se vuelque sobre ella. Yo acudo presto y la ayudo a levantarse. Ha debido hacerse daño en algún punto de la cadera, porque se lleva la mano derecha a la espalda mientras esboza un gesto de dolor. La agarro con fuerza. Primer contacto. Es necesario que perciba mi firmeza. Es el paso previo a la confianza, como el apretón de manos entre dos hombres que se acaban de conocer. Ese apretón es muy importante para cerrar un buen acuerdo, como el contacto que estoy ejerciendo ahora sobre ella.

—¿Se encuentra bien, señora?

El marido me mira mientras la agarra también por el otro lado. Primer contacto visual. Es importante que perciba que quiero ayudarle, que estoy de su lado, que no soy un rival. Me deja hacer.

Creo que asimilé bien los tres años de márketing comercial, y que me voy superando día a día. Es importante desarrollar todos los conocimientos adquiridos, en todo momento y en todos los órdenes de la vida. Dar confianza para recibir confianza, no existe otro misterio en este campo.

Mirada profunda por parte de ella. Gesto de contrición por la mía. Queda claro en un efímero instante que me solidarizo con su dolor, que lo comparto como si fuera mío. Es importante este primer contacto visual. Se relaja.

—Estoy bien, estoy bien, gracias.

Poco a poco aflojo la presión. No conviene prolongar este primer contacto físico, para evitar que ella o su marido sospechen otras intenciones menos solidarias. Me agacho y toco el suelo con la punta de los dedos.

—Aceite. Seguramente algún coche lo ha perdido.

Me incorporo de nuevo y sonrío. Ellos me miran, pero no corresponden a mi gesto. Tengo que romper esa barrera, la barrera de la confianza. Eso es lo que más cuesta, pero una vez superada, se puede decir que hemos realizado más del setenta y cinco por ciento del trabajo, y en algunos casos, un porcentaje mayor. La mirada de ella se desvía hacia mis blanquísimos dientes. Se queda fija, como perdida, seguramente, después de años de estar contemplando la del becerro, sorprendida de encontrarse con una dentadura que no sea amarilla. Y entonces se obra el milagro. Una sonrisa esplendorosa ilumina poco a poco su rostro.

—Gracias.

—Por favor, señora, no hay de qué.

Percibo cierto recelo en la mirada del marido. Jamás ha llamado señora a su esposa, y no le gusta que un extraño lo haga. A ella sí, a ella sí le gusta. La mitad de la pareja ha roto la barrera de confianza, de eso no hay duda. Sólo queda la otra mitad. Me dirijo al marido.

— ¿Me permite que le ayude a colocar la compra en su coche? Parece que su mujer no está en condiciones de coger peso.

Ahora sí. Me sonríe. Acabo de romper la barrera de desconfianza. Trabajo cumplido.

— Si no le importa…Tenemos el coche aquí mismo.

No le ayudo a llevar el carro. Podría pensar que desconfío de su fortaleza. Les acompaño. Su coche, casualmente, está muy cerca del mío. Siempre he pensado que existe algo, algún ente superior, que vela por mis intereses desde el limbo. No creo en la suerte. A la suerte hay que ayudarla con la voluntad de que se produzca el hecho apetecido.

El maletero es grande, y está muy desordenado, con bolsas y papeles desperdigados en desorden por el espacio. Una muestra más de la calidad humana del marido, dueño y señor del vehículo. Mientras les ayudo a colocar los paquetes, pongo en marcha la primera fase.

— ¿Saben ustedes que lo que le ha pasado a la señora podría ser motivo de indemnización?

— Sí —dice ella con un gesto de resignación—, Ya me imagino, pero llevaría tanto papeleo, que no merece la pena.

— Eso es lo que piensa todo el mundo —contesto mientras saco del carro una enorme caja de detergente—, y sin embargo, resulta de lo más sencillo. Yo me dedico precisamente a eso.

Los dos me observan mientras me hago el distraído. Tardarán menos de cinco segundos. Es la ley del márketing. Una vez despertada la curiosidad, buscarán satisfacerla. Uno, dos, tres…

— ¿A qué se dedica usted? —pregunta él. Bingo.  

— Seguros y reaseguros —sonrío mientras saco del bolsillo la tarjeta que ya tenía preparada. Se la entrego a él. Es vital mantener viva en su conciencia la posición de macho dominante que cree tener—. Salvador Villar, a su servicio. ¿Tienen hijos?

— No —responde ella mientras su marido esconde la mirada. Resulta evidente que tiene algún tipo de problema para tenerlos—. No podemos tener hijos.

— ¿Vive alguien en casa con ustedes?

— No —responde él—. Nadie.

Sigo colocando bultos. Empiezo a sentirme algo cansado. El carro parece no tener fin, pero es prioritario no mostrar interés alguno. Serán ellos lo que se ahorquen con el trozo de cuerda que les he dado.

— ¿Qué tipo de seguros? —pregunta ella.

— De todo tipo, señora. Desde seguros del hogar, hasta un seguro que la convertiría en millonaria con lo que le acaba de suceder.

Los dos se miran. He pronunciado las palabras mágicas. Nadie, por muy sensato que sea, es capaz de sustraerse a la posibilidad, por muy remota y absurda que pueda resultar, de convertirse en millonario de la noche a la mañana. Otra de las leyes del márketing. Hay que saber despertar la codicia que todos los seres humanos llevamos agregada a nuestros genes, a nuestro mapa de especie.

— ¿Y sale muy caro un seguro así?

Ni en la mejor de mis ensoñaciones se me hubiera ocurrido jamás que me iba a resultar tan sencillo. La pareja parecía de los desconfiados a ultranza, y me están abriendo sus corazones tras un par de frases. La desconfianza se eclipsa ante la codicia, artículo tres. El hombre ha formulado la pregunta con los ojos entornados, como dando por sentado de antemano que la respuesta no le va a satisfacer en absoluto.

— Más barato de lo que le cuesta un café diario. Y no de bar, sino el que se toma en su propia casa. Está demostrado.

He contestado rápidamente y con seguridad, para eliminar sus dudas de un mazazo. De repente, una ayuda inesperada me cae del cielo. La mujer se lleva el dorso de la mano a un costado y lo acaricia levemente de arriba hacia abajo.

—El caso es que me duele, Antonio…

Otra barrera que cae. Ella le ha llamado a él por su verdadero nombre.

— Tengo precisamente el seguro que mejor se adapta a lo que le acaba de pasar. Lo llevo aquí mismo, en el coche. No le resultaría nada caro. Una cuota de setenta euros al año.

Los dos se miran. Tienen que igualar apetencias, sensaciones. La codicia de uno tiene que hermanarse con la del otro. Es necesario para que se produzca un resultado positivo para nosotros. En este caso son dos. Los resultados son más tangibles en un grupo de personas. Cuando uno de ellos cae, los otros se ven obligados a seguirle, por motivaciones tan peregrinas como la envidia, el ansia de superar al otro, la mezquindad… Resulta gratificante comprobar cómo personas que se suponen maduras se convierten de repente en lemmings descerebrados.

— Pero no valdría, no nos pagarían si hacemos el seguro después de que mi mujer se haya caído.

La incitación a nuestra sacrosanta picaresca nacional. También hay un apartado importante sobre eso en el manual. El español entrará en picado en nuestros objetivos si le ofrecemos la chapuza de poder engañar a la compañía. Están en mis manos. Sonrío y guiño un ojo, tal y como muestran las fotografías de ejemplos de nuestra biblia.

— No se preocupe, señor. Pondremos fecha de ayer, y arreglado.

La beatífica sonrisa que se dibuja en sus caras mientras ambos se miran con los ojos brillantes, no deja lugar a dudas. Han caído en mis redes. La posibilidad de coger un buen pellizco de una compañía de seguros les enturbia el alma y la conciencia. No importa nada lo que les cueste, lo importante es estafar a alguien o a algo de una forma oficial, conmigo como asesor. Lo llevamos en los genes.

— Nos interesa —dice la mujer.

Junto las palmas de las manos, como dando por cerrado el trato. Comienza la segunda fase, la más importante.

— Muy bien. Me pongo a su disposición. ¿Podemos ir a algún lugar tranquilo para rellenar los papeles? —les concedo unos segundos para meditar. Como veo que no se deciden, les tiendo el anzuelo para llevarles a mi terreno— ¿Viven muy lejos?

Se miran otra vez, pero esta vez sin sonreír. Se han percatado de la segunda intención que encierra mi pregunta, y dudan. Al fin y al cabo, soy un desconocido para ellos. Abrirme la puerta de su casa no les agrada. Aunque claro, tampoco van a desperdiciar la oportunidad de trincar una considerable cantidad de pasta. Me imagino que el interior de su cerebro es un tobellino en estos momentos, con la codicia luchando contra la prudencia.

— No —contesta el hombre—, la verdad es que vivimos aquí mismo.

— Bueno, si no les importa, no tengo ningún inconveniente en que nos acerquemos a su casa a firmar los papeles. Así, de paso, estudiaremos también algún seguro de hogar que les puede resultar interesante.

— No sé…

La mujer está dubitativa. Ha llegado el momento de la falsa resignación. En estos momentos recuerdo cuántos quebraderos de cabeza me costó dominar esta técnica.

— Claro. Entiendo perfectamente sus dudas. Soy un completo desconocido, y están pasando tantas cosas… No se preocupen, voy a por los papeles y los rellenaremos aquí mismo.

Me vuelvo y avanzo unos pasos. Uno, dos, tres…

— Espere, por favor.

Es ella la que me llama. A veces me pregunto qué intrincado mecanismo del cerebro humano es el que nos empuja a confiar en alguien que nos ha hecho una referencia al peligro que entraña confiar en él. Los absurdos recovecos de la mente humana son inescrutables. Me vuelvo despacio, convencido de que la fase dos está a punto de empezar. Contesto mientras exhibo la más encantadora de mis sonrisas, mostrando de nuevo los dientes.

— ¿Si?

— Vamos a nuestra casa —dice ella mientras lee la aprobación en los ojos del marido—. Estaremos más cómodos.

— Como ustedes prefieran. Les sigo.

Tras unos minutos, llegamos a una zona de viviendas adosadas, parecidas a todas las viviendas adosadas que se desperdigan sin orden ni concierto por el país. Al fin y al cabo, la manipulación de las conciencias es un arte, y los colegas promotores son tan artistas como nosotros en esto de vender motos. No hay nada mejor que apelar al superior estatus que proporciona ser propietario de uno de estos monstruos, a pesar de que su precio resulte sensiblemente inferior al de un piso situado en una buena zona de la capital.

Ellos entran en el garaje. A media rampa, el marido detiene el vehículo y saca medio cuerpo por la ventanilla.

— Aparque en la puerta. Ahora mismo le abro desde dentro.

Cuando bajo del coche, suena la chicharra de la cancela exterior. La empujo y accedo a una zona ajardinada en plan cuento de hadas, con enanos de piedra de color blanco, tortugas con luces en el caparazón, plantas de todos los colores mezcladas sin orden ni concierto, y un césped lleno de calvas. Deben de llevar bastante tiempo viviendo aquí, cuando ya se han aburrido de cuidar el jardín.

Subo los tres peldaños de la entrada y pulso el timbre, situado a la derecha de una enorme puerta de chapa pintada en tono marfil, con cuarterones y adornos de tipo inglés. La hoja se abre, y me encuentro frente a la mujer, que sonríe mientras se pasa la mano por su sedoso pelo.

— Pase, por favor.

Miro el felpudo que estoy pisando. Al levantar el pie derecho y traspasar con el mismo el umbral, noto una repentina sensación de inusitado placer que me recorre la espalda. Ya está.

— Con su permiso, señora.

El marido me espera en el vestíbulo. Los abigarrados muebles que lo llenan, uno de ellos con un espejo en el que no puedo evitar mirarme, apenas dejan entrever el blanco gotelé de las paredes. Me señala una puerta, seguramente la del salón, y me invita a seguirle.

— Por aquí, por favor.

— Les ruego que me disculpen. ¿Podría beber un vaso de agua antes? Estoy muerto de sed.

— Claro que sí —contesta ella—. Pase aquí, a la cocina. También podemos firmar ahí, querido.

La cocina es amplia, con el fregadero a la izquierda, bajo la ventana que da al frente de la vivienda, y una mesa de pino con cuatro sillas, pegada a la pared de la derecha. Dejo sobre el tablero los papeles que he traído. La mujer me tiende un vaso ancho, con una imagen de Homer Simpson incrustada en él. Me acerco al fregadero y abro el grifo del agua fría. Pongo la mano bajo el chorro. Sí, sale lo suficientemente fría para mi gusto. Lleno el vaso y me lo llevo a la boca. Bebo mientras observo que el marido mira atentamente los papeles que he dejado sobre la mesa. Se cala las gafas para verlos mejor. La mujer, cruzada de brazos y sonriente, se mantiene junto a mí, esperando probablemente a que acabe de beber. El marido entorna la mirada.

— Pero… Dios mío, ¿qué es esto?...

Todo sucede a la velocidad del rayo. Casi sin dejar de beber, me quito las fundas de los dientes. Al volverme hacia la mujer y mostrarle mi verdadera dentadura, se le borra la sonrisa de la cara, transformándose en una mueca de terror. Quiere gritar, pero no puede. No noto la menor resistencia cuando le arranco la mitad del cuello de un mordisco. Mientras su sangre salpica por todas partes y empapa mis manos, que la sujetan para que no caiga al suelo, la vida se le escapa en un momento, y sus ojos se tornan blancos. El pelo se desmadeja. Ya no es tan sedoso como cuando se lo acariciaba un momento antes. Jamás entenderé por qué el pelo humano se desmadeja de repente ante una situación de terror, pero ocurre. Lo he comprobado en tantas ocasiones…

Su carne sabe extraña, ligeramente amarga, pero no me disgusta. No entiendo qué necesidad tiene la gente de perfumarse el cuello para ir al supermercado, a menos que se haga para evitar olores corporales desagradables. Mientras la mastico con placer, me vuelvo hacia el marido. Lo que yo suponía, está paralizado. Pálido, con la boca abierta, es incapaz de hacer nada. Dejo a la mujer con cuidado en el suelo, y me dirijo hacia él. Me está esperando, no puedo defraudarle.

Escupo el pedazo de carne de su esposa mientras clavo las uñas en su garganta. No quiero morderle, porque me da un poco de asco su barba de tres días. Le quito las gafas y las deposito con cuidado sobre la mesa. Voy a estrangularle. Su garganta es gruesa, y late bajo mis garras como un caballo desbocado. Me cuesta. Miro a la izquierda, y cojo un largo cuchillo de cocina del cuchillero negro de plástico situado al lado del fregadero. ¿Para qué voy a seguir haciendo fuerza con los dedos?

Sus manos no se mueven cuando apoyo la punta del cuchillo bajo el esternón y hundo la hoja rápidamente hasta la misma empuñadura. Mantiene la mirada clavada en mis puntiagudos dientes. Un abundante borbotón de sangre surge de la herida cuando retiro el cuchillo para clavarlo de nuevo, esta vez desde el bajo vientre hasta la tetilla derecha. Sus ojos se entrecierran y se quedan blancos cuando la pupila se retira lentamente hacia arriba y las tripas salen disparadas hacia las baldosas . Pesa mucho, me resulta imposible sostenerle. Le dejo resbalar hasta el suelo.   

Me siento en una de las sillas de pino. El cuadro no ha quedado del todo mal. Más tarde colocaré el cadáver de él junto al de ella, para mejorar la escena. El salpicado ha quedado muy chulo. El color del azulejo hace que la sangre destaque mucho, como en la sala del matadero en la que trabajé durante tantos años.

Creo que haré un par de fotografías, para acompañar a las otras que he dejado sobre la mesa, metidas en una carpetilla de plástico. Luego me liaré con los cuerpos, hasta la noche. Una maravillosa merienda cena, y lo que sobre, a las bolsas refrigeradas que guardo en el coche.

Todo ha salido según lo esperado, y en menos tiempo de lo que me imaginaba. Se me ha dado muy bien, no me puedo quejar, pero también es verdad que voy depurando la técnica día a día.

Al fin y al cabo, sólo es cuestión de márketing.

domingo, 15 de enero de 2012

Treinta años

No pudo evitar contemplar su imagen en el espejo situado frente a la barra, justo detrás del camarero mal encarado, con barba de tres días y palillo bailante asomando entre los labios. El hombre la contemplaba de reojo, mientras limpiaba los vasos con un paño de cocina tan renegrido como su alma. Sus miradas se cruzaban a cada momento. Del espejo, al camarero, y de este, rápidamente, de nuevo al espejo. Los dos en silencio, los dos observándola, los dos aburridos a causa de la falta de clientes. De vez en cuando, el camarero desviaba la mirada hacia la vitrina situada sobre la barra, como tratando de incitarla a consumir algo más que el café con leche que había pedido. “Si todos los clientes fueran como ella”, supo ella que estaba pensando aquel hombre, “no le iba a quedar más remedio que cerrar muy pronto”. Con una cierta sensación de culpabilidad, que sabía absurda y que sin embargo no podía evitar, centró su mirada en el espejo.

Recordó los lejanos tiempos en que los iba buscando. Amigos silenciosos, que le devolvían una imagen gratificante de sí misma. Estaban por todas partes. En los comercios, en las tiendas de ropa que le gustaba frecuentar, en la luna de cualquier escaparate… Con el tiempo se habían vuelto crueles. Seguían igual de silenciosos, pero aparecían como por sorpresa, como si esperaran agazapados a que ella pasara para saltar a su encuentro, mostrando una imagen deteriorada por los años y la vida. Ahora no los buscaba, pero se encontraba con ellos. Seguían estando por todas partes. Este no era de los peores. Dentro de lo malo, la capa de suciedad y humo solidificado que lo cubría, atenuaba la profundidad de sus arrugas y sus labios mal pintados.

¿Por qué la habría citado Armando en aquel lugar tan sórdido? ¿Había perdido tal vez,  con los años, la pasión por los locales de moda que tenían cuando eran novios? Podían haber quedado en Chicote, o en Fuentesila, o en la misma cafetería de El Corte Inglés, pero no en este tascucio, gris, sórdido, vacío y poco iluminado. ¿Lo había hecho por el precio de la consumición? Si era eso, era absurdo. Armando no había sido nunca precisamente agarrado. De hecho, era ella la que ponía orden en las cuentas de la casa. Por un par de euros más, o incluso menos, se podía estar más a gusto en cualquier otro lugar. Las cuentas de la casa. Recordó los malabarismos que tenían que realizar para llegar a fin de mes, con el escuálido sueldo de un marido, que veía cómo sus compañeros de oficina le iban adelantando por los lados. Armando siempre había sido un cobardón para reclamar lo suyo, y ella lo sabía, pero no le decía nada porque cada vez que sacaban el tema, Armando se hundía. Ella dejó de echarle en cara su cobardía. Se arremangó la blusa y se hizo una experta en buscar ofertas de ropa y de comida. Hacía virguerías con el presupuesto, y se permitían incluso algún viaje de vez en cuando, o pasar parte del verano en la playa, algo que a ella le encantaba, y ante lo que Armando solía protestar tímidamente hasta que se daba cuenta de lo que su mujer era capaz de hacer con el escaso dinero que entraba en casa. Y siguió siendo así hasta que la cosa cambió, hasta que el jefe, posiblemente avergonzado ante la situación de Armando, le subió el sueldo hasta igualarlo con el del resto de sus compañeros.

No, no entendía la razón por la que Armando había elegido este siniestro lugar. Pensaba decírselo en cuanto le viera, entre otras muchas cosas. Estaban empezando a amontonársele en la conciencia las cosas que tenía que decirle, pero iba a empezar por esta. Se sentía incómoda sentada en aquella barra, con aquel bandido de cine cerca de ella, que más que limpiar los vasos los ensuciaba. Ella era una señora, y siempre lo había sido, y eso era algo que Armando sabía de sobra, de siempre, y que no debería haber olvidado. Una señora, a pesar de que había tenido que ponerse a trabajar, o precisamente por eso todavía más, para sacar a sus cuatro hijos adelante, al día siguiente de que Armando se fugara con aquella bailarina del teatro, poco tiempo después de aquella subida de sueldo que provocó que su cerebro se fugara a la entrepierna. Una señora, que nunca perdió la delicadeza de sus manos, a pesar de los productos abrasivos que se había visto obligada a utilizar en aquella fábrica de envases de plástico. Una señora, siempre una señora, a pesar de todo y a pesar, sobre todo, de Armando. Los maridos y las esposas de sus dos hijas y sus dos hijos la llamaban desde siempre así, señora, a pesar de que ella les daba confianza. Su fortaleza y serenidad de espíritu ante la cobardía de su marido habían provocado de inmediato un gran respeto hacia ella por parte de los hijos, que transmitieron a su vez a los suyos. Los nietos la respetaban, pero no la llamaban señora, por supuesto. Ella no lo hubiera consentido. Prefería mil veces aquel “abuela” que provocaba casi siempre un brillo en sus ojos.

Escuchó un murmullo de admiración a sus espaldas. Se volvió, con una mezcla de curiosidad y de fingida molestia. Tres obreros, enfundados en sus monos azules, observaban su espalda desde la mesa a la que se habían sentado a almorzar. Al ver la cara de ella, la sonrisa de ellos se desdibujó de sus labios,  y la mirada se tornó huidiza. Últimamente solía ocurrir. Mantenía una trasera sugerente a los ojos de los hombres, que se eclipsaba al mostrar la delantera, con esas terribles arrugas en el cuello y la parte superior de los senos. Con esas arrugas en la cara. Tenía que acostumbrarse. Al fin y al cabo, estaba en esa edad en la que la lujuria que despierta una mujer va cediendo su lugar al respeto hacia las personas mayores.

Iba a decirle tantas cosas... ¿Qué esperaba de ella este hombre, después de treinta años sin tener noticias suyas? Ni siquiera se había molestado en llamar jamás a los hijos, para felicitarles por su cumpleaños, o el día de la boda de cada uno de ellos. Después de romper del todo con todo, de echar por la borda su vida, sin importarle en absoluto lo que ocurriera con la de ella, ¿qué esperaba? Tal vez se presentara con su aire de Don Juan y su sonrisa de película, que fueron ensombreciéndose con los años a causa de las obligaciones familiares. Tal vez se presentara así, como el gallo del gallinero que era antes de la primera arruga bajo los ojos, convencido de que ella se iba a arrojar rendida a sus brazos. Probablemente pediría disculpas. Unas disculpas que ella no estaba dispuesta a aceptar. Posiblemente, en su demencia, quería presentarle a su última amante. ¿Qué esperaba este hombre de ella? ¿Qué quería? ¿Qué podía esperar que hiciera ella? ¿Recibirle con los brazos abiertos, como si no hubiera ocurrido nada? Se había vuelto loco si pensaba así. Ella sabía que la bailarina le había abandonado muchos años atrás, y que después vino otra mujer, y luego otra, y otra, que satisfacían sus bajos y no le causaban molestias con hijos llorones. Al principio ella se interesaba por su trayectoria, a través de amigos y conocidos, porque el muy “huevazos” ni siquiera se había tomado la molestia de irse a otra ciudad, pero con el tiempo dejó de hacerlo. Dejó de hacerlo cuando descubrió que la vida de sus hijos, infinitamente más valiosa que la de Armando, tiraba de ella.

Miró el reloj. Tarde, como siempre. Era su costumbre. El mundo estaba concebido para esperarle. Recordó aquellas cenas con los amigos, cuando él tardaba media hora más en arreglarse que ella. “Es que a ti no te hace falta, querida. Es lo que tenéis las guapísimas del Universo”, le decía zalamero cuando salían de casa. Llevaba más de media hora esperándole. No iba a venir. Llegó a esa conclusión de repente, convencida de que la cobardía de Armando era más fuerte que sus deseos de volver a verla. Ahora estaba segura de que no pensaba venir desde el mismo momento en que la llamó para citarla en este lugar. Dos frases huidizas, pronunciadas sin fuerza, sin el aplomo que mostraba Armando de joven, cuando parecía que se iba a comer el mundo. Probablemente llamó convencido de que ella no iba a aceptar la cita. Probablemente el corazón le pegó un vuelco en el pecho, del susto, cuando ella contestó, con un aplomo infinitamente más acusado que el de él, “sí, Armando, allí estaré”. No, no iba a venir.

 Apagó el cigarrillo, y observó que la mirada del camarero se dirigía fugaz al carmín de la boquilla. Siempre le había sorprendido la extraña fascinación que el carmín en la boquilla de un cigarrillo solía provocar en la mayoría de los hombres. Se levantó, dejó un par de monedas en la barra, y se dispuso a salir.

Entró en aquel momento.

Era Armando, no cabía duda. Ella volvió a sentarse. En cuanto la vio, el hombre se dirigió a la barra, a su lado. Caminaba con pasos cortos, de piernas en retirada. Con pasos de persona anciana. Ligeramente inclinado hacia adelante. Ligeramente doblado, más bien.

El color de su cara era indefinido, entre aceitunado y ceniciento, como de moribundo. Grandes bolsas se habían formado bajo sus ojos. Cuando sonrió al acercarse, por un instante fugaz, ella pudo contemplar la blancura perfecta de una dentadura postiza. Llevaba sombrero. Al quitárselo y dejarlo en la barra, ella no pudo evitar un respingo ante aquella fascinante pelambrera que había desaparecido, dejando en su lugar unos cuantos jirones de pelo blanco, que luchaban por sobrevivir en el desierto en que se había convertido el antaño frondoso cuero cabelludo.

Se sentó a su lado, tropezando y tosiendo. La miró sin hablar. Ella abrió la boca, pero no emitió sonido alguno. La mano temblorosa de él recorrió parte de la barra, quedando a medio camino entre los dos. Su expresión se tornó triste. Infinitamente triste. Ella no recordaba haber visto jamás una expresión tan triste en el rostro de él. Los ojos de Armando se volvieron aguanosos. Abrió también la boca, pero no dijo nada.

Después de un momento, que a los dos se les hizo eterno, ella colocó su mano sobre la temblorosa mano de él.

Sobraban las palabras.