jueves, 6 de mayo de 2010

El regreso

Veamos, veamos...Hace más de treinta años que no escribo nada. El movimiento se demuestra andando, como dice Marisol, la profesora de la terapia de recuperación. Junto unos adverbios con unas proposiciones. “Aquí, ante vos”. Adverbios, proposiciones...!!No, proposiciones, no, preposiciones!! A, ante, bajo, bajo el volcán... Palíndromos: “dábale arroz a la zorra el abad”. ¡Vaya! Eso sí que ha sido un destello de memoria.

Me secuestraron. Cuando era pequeño, me secuestró una pareja de brokers fanáticos de Megamadrid. Al parecer, por aquella época estaba de moda secuestrar niños del campo. El esperma se les había convertido en mermelada a los hombres, y no les servía para procrear. Achacaban esa metamorfosis al stress, a la mala alimentación y a la contaminación, pero mi nuevo padre me susurró una vez al oído que seguramente sería por algún producto nocivo que las empresas colocaban en los “fucking rooms”, dignos sucesores de las antiguamente denominadas zonas de “vending”.

Algunos brokers fanáticos necesitaban poner un punto de humanidad en sus vidas, y se compraban un perro o secuestraban un niño en el campo. Ya crecidito, para evitarse la fase llantinas nocturnas, pañales nauseabundos, y adolescencia granulosa de masturbación compulsiva. Mis secuestradores me confesaron una vez, pasados los años, que habían preferido un niño del campo a un perro, porque no se creían capaces de enseñarle a un perro a no cagarse en la alfombra indostaní de 600.000 euros que tenían en el salón. Cuando me secuestraron yo ya sabía leer y escribir. Tenía una edad lo suficientemente madura como para saber de letras, y lo suficientemente infantil como para que se me olvidara rápidamente, en compañía de mis nuevos padres, todo lo que había aprendido de pequeño.

Marisol nos dice que nos dejemos llevar por lo que dicte nuestro interior, que escribamos, aunque no tenga sentido lo que digamos. Que lo importante es hacer gimnasia con la pluma. Mientras dice eso me fijo en su sonrisa, en sus ojos expresivos, en esas manos que no dejan de moverse, llenas de vida, algo casi imposible de ver en Megamadrid. Siento latir el corazón cuando la escucho arengarnos con pasión. Y siento después, cuando observo sus largas piernas, cómo me late una parte de mi cuerpo situada en otra zona más baja que mi corazón. Reminiscencias sin duda de mi larga noche en Megamadrid.

Mi abuelo me decía que las cosas antes no eran así, que la gente del campo se dedicaba a cosas del campo, a cultivar, a las vacas... y la gente de ciudad a la cultura, al trabajo en oficina, y a viajar de tarde en tarde al campo, a relajarse y a cargarse de ganas de volver otra vez a la locura de la ciudad. Un buen día, un lugareño se cansó de su ignorancia, y de que se descojonaran en su cara los señoritingos de la ciudad. Cambió el azadón por una pluma, y ahí empezó todo. Hoy en día vivimos de la literatura. Lo único natural que todavía cuidamos son los eucaliptos, imprescindibles para obtener el papel necesario para editar los libros. A los pocos que vienen ahora a visitarnos les entregamos un libro, les metemos a uno de los innumerables teatros o cines que infestan la zona, para que vean una buena función, o les recitamos versos de Rimbaud. Cuando los pobres empiezan a ponerse verdes, a sudar y a sufrir incontrolables espasmos, les sugerimos que vuelvan a Megamadrid, a por su dosis de ignorancia, tan necesaria para ellos como la vida. A los dos días de cambiar nuestra agua de manantial por agua de iceberg de Islandia embotellada, a 300 euros la botella, están otra vez como nuevos.

El cambio fue radical en ambos sentidos. Los urbanitas, cada vez más abducidos por absurdos programas de televisión, comenzaron a sufrir urticaria, vahídos y extraños temblores cada vez que agarraban un libro. Se embrutecieron de la noche a la mañana. Faunos miserables que acosaban y se dejaban acosar, los ciudadanos se convirtieron en bestias lujuriosas ansiosas de sexo, de pasta y de poder. En los albores de la primavera se podía escuchar en mi pueblo, a poco que uno le prestara algo de atención, un bramido similar a la berrea de los ciervos, procedente del bróker fanático en el punto álgido de su celo, que por otro lado duraba todo el año.

“Platero es pequeño, peludo, suave, que vive sin vivir en él...” No, por Dios, no. Creo que me estoy liando. Tengo que concentrarme si quiero recuperar mi verdadera naturaleza.

Me recuperaron el Salustio y la Mandanga, cuando fueron a Megamadrid hace un par de años, a uno de esos mercadillos anuales, decadentes y cada vez con menos público, en los que tratamos de vender nuestros libros. Menos mal que nos salvamos gracias a la exportación a otros pueblos de Europa y de todo el mundo. El caso es que me encontraron frente a un escaparate de televisores, junto a otros muchos ciudadanos, embobados y babeantes ante el magnífico discurso que estaba soltando en pantalla Belencita Esteban, digna descendiente de una megaestrella del siglo pasado. El Salustio me agarró del brazo. Me dejé llevar sin ninguna resistencia. Ya todo me daba igual. Desde que mis nuevos padres se habían divorciado, diez años antes, la vida había perdido todo sentido para mí. Ninguno de ellos me soportaba durante más de dos semanas en su casa, y empezaba a verme a mí mismo como un bulto inservible.

Y ahora os tengo que dejar. Voy a acercarme al centro cívico de la plaza Mayor, a tomarme unos chatos de vino y a darle una palmadita en la espalda los amiguetes. Vicente, el alcalde, va a abrir una jornada internacional sobre “Kierkeegard, ese hombre”.

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