lunes, 12 de mayo de 2008

El hombrecito azul


Gustavo cogió al hombrecito azul y acarició su mejilla con la cabeza del muñeco. Tuvo una repentina sensación de bienestar. La calma, la paz, y una cierta laxitud mental, se apoderaron de su espíritu con la misma fuerza que si se hubiera fumado una pipa de opio.

El hombrecito azul acompañaba a Gustavo desde su más tierna infancia. Se trataba de un muñeco de tela que le había hecho su madre, con la forma de un ser humano, los brazos y las piernas ligeramente abiertos, la cabeza redonda y ningún rasgo que le caracterizara. Ni orejas, ni ojos, ni ningún otro elemento que sobresaliera de aquella superficie clara y limpia. Un trozo de tela azul claro, liso, formando un cuerpo que se deformaba, y recuperaba después su forma, gracias al sabio relleno, mezcla de arroz y serrín, que le había colocado la madre de Gustavo en las entrañas.

Al principio eran los dos casi del mismo tamaño. Cuando llegaba del colegio, Gustavo subía directamente a su habitación, agarraba al hombrecito azul, al que por aquel entonces llamaba “el pelele”, y le sometía durante más de dos horas a una soberana paliza, compuesta principalmente de puñetazos, mordiscos, estrangulamientos y temibles llaves de una especie de jiu-jitsu inventado por Gustavo, cada vez más perfeccionadas, que acababan con el pobre muñeco estrellado contra el techo o contra el marco de la pesada puerta de madera de la habitación. Gustavo, criaturita, se enardecía ante la pasividad del “pelele”, que encajaba las torturas de su amo con un estoicismo digno de figurar en cualquier tratado de filosofía. Lejos de apiadarse de su esclavo, Gustavo proseguía con sus vejaciones hasta terminar literalmente agotado, sudoroso y satisfecho de su supremo poder sobre el muñeco.

La beatífica sonrisa que caracterizaba sus momentos de paz interior, se dibujó en el rostro de Gustavo, y ya no se borraría en una larga temporada. Se probó el smoking, que le quedaba perfecto, se colocó la pajarita, se ató los cordones de sus perfectos zapatos de charol negro, y todavía le sobró tiempo para darles un par de consejos a sus padres, en especial a su madre, la madrina. Miró su magnífico reloj Patek Philippe. Todavía sobraba tiempo. Se permitió el lujo de volver a su habitación a darle el último abrazo al hombrecito azul.

Las palizas al muñeco fueron perdiendo intensidad a medida que Gustavo crecía y el muñeco se le iba quedando pequeño. Algún estudioso de los recovecos de la mente humana hubiera podido aventurar una teoría, tal vez un cierto sentido de la decencia que se iba desarrollando poco a poco en el privilegiado cerebro de Gustavo, que comenzó a despuntar en el colegio gracias a su inteligencia y a su desarrollada capacidad para las matemáticas. Debía de parecerle un signo de crueldad innecesario ensañarse con algo que no le podía responder, y además de un tamaño cada vez más inferior al suyo. El caso es que, un buen día, Gustavo agarró del cuello a su hombrecito azul, pero en lugar de soltarle la bofetada de rigor, le sentó con sumo cuidado en la almohada de la cama, y se limitó a observarle. Jamás volvió a darle una paliza a aquel trozo de tela, que con tanta resignación y piedad cristiana había soportado su salvajismo durante todos aquellos años.

Todo transcurría según lo previsto. Su padre condujo el Audi de un modo perfecto hasta Los Jerónimos, a pesar de la incipiente demencia senil que se iba apoderando de su cerebro. Su madre, nerviosa como un flan, estaba radiante con aquel vestido de Pedro del Hierro. Sus compañeros de carrera, ingenieros de caminos como el, le recibieron con los brazos abiertos y abrazos de felicidad. La Iglesia, luminosa, parecía contenta de albergar su enlace con Rebeca Sotillos, la hija del famoso armador Francisco Sotillos, a la que había conocido mientras ambos estudiaban su master de dirección de empresas en Boston.

Rebeca llegó radiante, como un sol esplendoroso. La ceremonia se desarrolló de forma tranquila y reposada. La sonrisa de Gustavo había conseguido transmitirle a la novia la misma paz de la que disfrutaba el novio. Todo el mundo estaba tranquilo y contento aquella tarde. Hasta la madrina, que se había mantenido como un flan hasta llegar a la iglesia, parecía ahora mucho más sosegada.

Y después de la ceremonia, la cena, en el Casino de la Calle Alcalá, con sus entraditas de diseño y sus menús artísticos. Los invitados recibían cada plato con un “ooooohh” de admiración, y algunos, los más atrevidillos, se permitieron incluso el lujo de aplaudir a la llegada del postre, un suflé coronado con tejas de trufa y láminas de turrón caramelizadas. Aplaudieron de una forma sutil y elegante, por supuesto.

Todo se desarrolló según lo previsto, sin estridencias, con la elegancia propia de los amigos y familiares de una pareja con tanta clase y savoir-faire como la formada por Gustavo y Rebeca. Los discursos que dieron los mejores amigos de la pareja, llamando la atención de los invitados con ligeros tintineos en las copas de cava, tuvieron una altura sentimental fuera de lo común. El que ya no estuvo tan acertado fue el padre de Rebeca, el armador, que había abusado bastante del Pesquera y desbarró un poco al tratar de hacer ver a todo el mundo que no perdía una hija, sino que ganaba un hijo.

Los invitados fueron abandonando poco a poco los abigarrados salones del Casino para bajar a la discoteca, en el sótano del edificio, donde se sirvió una barra libre compuesta de los más prestigiosos licores de marca. Rebeca y Gustavo aprovecharon el álgido momento de la Conga de Jalisco, que se dejó escuchar a altas horas de la madrugada, para despedirse tímidamente de sus familiares y amigos y abandonar la fiesta que se había montado en su honor.

Tampoco se borró la beatífica sonrisa del rostro de Gustavo durante las cuatro semanas siguientes, en las que la pareja disfrutó de un soberbio viaje a la Patagonia, Japón y la costa Oeste de los Estados Unidos, financiado casi en su totalidad por el adinerado padre de Rebeca. Durante los gloriosos momentos en los que los naturales escarceos amorosos de la pareja remitían, tuvieron la ocasión de contemplar con sus propios ojos algunas de las zonas más descaradamente bellas de todo el planeta.

A su vuelta a la realidad, con el cansancio acumulado del viaje de novios, la pareja se tomó un par de días de descanso en la casa del barrio de Salamanca que habían comprado para desarrollar, como mandaban los cánones, su vida en pareja. Al final del merecido descanso, prodigaron las visitas a sus respectivas casas, durante una semana más, al objeto de recuperar su objetos amados. La extensa librería del salón, de más de veinte metros cuadrados, albergó sin problemas la colección de libros, tanto técnicos como lúdicos, que cada uno de los contrayentes había ido acumulando a lo largo de su vida. Los amplios armarios tampoco tuvieron ningún problema para guardar en su interior el extenso catálogo de ropa de marca de cada uno de ellos.

El domingo por la tarde, Gustavo sacó por fin al hombrecito azul de su bolsa de viaje, y lo colocó en la cama de matrimonio, entre los dos cojines, sobre el edredón decorado con flores de lis y tulipanes reales. Rebeca entró en aquel momento en la habitación.

- ¿Qué haces?.
- Pues mira. Colocar al hombrecito azul.

A Gustavo le pareció que el rostro de Rebeca, tan radiante desde hacía más de un mes, se ensombrecía de repente y adoptaba una extraña expresión, mezcla de asco y tristeza, al tiempo que le decía:

- Pero Gustavo, por el amor de Dios, digo yo que el hombrecito azul no pega mucho con el edredón de La Redoute, tienes que comprenderlo...

Aquel fue el preciso momento en el que la beatífica sonrisa de Gustavo se borró de su rostro para siempre.

La policía irrumpió en la vivienda, avisada por las nerviosas llamadas de varios vecinos que, dado su estatus, no estaban acostumbrados a convivir con los salvajes gritos que se habían dejado escuchar, apenas una hora antes, procedentes del piso de Gustavo y Rebeca. Al avezado oficial que llegó en primer lugar al dormitorio de matrimonio, el corazón le dio un repentino vuelco en el pecho, al tiempo que le temblaron tanto las piernas, que no le quedó más remedio que sentarse a la orilla de la cama, agarrándose con las dos manos al edredón para no caerse. Los dos oficiales que le acompañaban, más bisoños que su compañero, tuvieron el tiempo justo para darse la vuelta y vomitar sin ningún pudor, y sin poder contenerse, sobre la soberbia tarima de madera antigua que algún decorador de alta cuna había colocado en las habitaciones nobles de toda la casa.

Lo que apenas unas horas antes había constituido el cuerpo lleno de vida de una persona de gran belleza llamada Rebeca Sotillos, colgaba ahora, como un amasijo informe, de la barra de hierro fundido de la que caían las cortinas. Gustavo se las había arreglado para ensartarla, como en un espetón, cogiéndola en vilo y empujándola brutalmente contra el extremo puntiagudo de la barra. No contento con eso, le había descerrajado el estómago, y esparcido los intestinos desde su posición hasta la lámpara de araña del techo de la habitación, de la que pendían oscilantes, sanguinolentos y todavía templados, como si de unos macabros adornos de feria se tratara. Gustavo contemplaba su obra sentado en el suelo, con la cabeza apoyada en el lateral de la cama y el hombrecito azul firmemente abrazado. Sus ojos, vacíos, contemplaban las dos palabras, al principio incomprensibles para el policía, que había escrito en la pared con la sangre de Rebeca: “Hombrecito azul”.

Cuando le encerraron, sin que nadie se hubiera preocupado de arrebatarle de los brazos al hombrecito azul, Gustavo pasó su mano por las suaves paredes acolchadas de la celda.

- Mira. Vamos a ser felices aquí, hombrecito. Son azules. Como tu.

2 comentarios:

Blanca Miosi dijo...

De un cuento de hadas se transformó en uno de terror. Aunque ya me lo veía venir, porque ¿puede un niño ser tan cruel con un pobre muñeco? Sin embargo supiste dosificar el cuento, me llevaste de las nariz hasta ese final digno de un psicópata.

Un cuento no recomendable para personas que sufren de males cardíacos.

Muy bueno, Félix!

FELIX JAIME dijo...

Ja, ja, ja. Tienes razón, Blanca. Pues, aunque te parezca mentira, parte del relato está basado en la realidad. !El hombrecito azul existía, y muy parecido al de la fotografía que encabeza la entrada!. Gracias por el comentario.