lunes, 4 de febrero de 2008

Una canción de Bob Marley cambió mi vida


Una jornada de trabajo como todas las demás. Triste, anodina, pesada...Volvía a casa por la carretera de Barcelona, a las siete de la tarde de un tórrido día de verano. Atasco, sudor y cansancio, un gran cansancio. Un cansancio resignado, de esos que sientes cuando piensas que te queda todavía toda la semana por delante.

Sin mucha convicción, por hacer algo y tratar de que el tiempo pasara más rápido, encendí la radio. Busqué una emisora de canciones más o menos antiguas, y entonces comenzó a sonar.

Se trataba de “No woman no cry”, de Bob Marley, en la versión que aparecía en “Natty Dread”, un disco que grabó el rey del reggae cuando todavía era un perfecto desconocido. Una canción que habíamos escuchado mi primo y yo hasta la saciedad, antes incluso de que se hiciera famosa, allá por el año 1978. El sensual ritmo de la canción me fue invadiendo poco a poco. Como pude y me dejaron, de forma suave pero constante, me fui acercando al arcén, y al llegar paré el coche, cerré los ojos, y me dejé invadir por la fascinante y sugerente música del amigo Bob.

Decidí en aquel momento que tanto mi primo como yo estábamos haciendo el payaso, desperdiciando nuestras vidas, metidos en una vorágine de consumismo y falta de vitalidad que no nos iba a conducir a ninguna parte. Me metí de nuevo en la carretera, con una idea fija que retumbaba en mi cabeza. Estaba decidido. Me dirigí hacia la parte sur de la M-40, en vez de hacia el norte, hacia mi casa.

Llegué a casa de mi primo a eso de las ocho y media de la tarde. Llamé a su puerta excitado, sudoroso, con el corazón a punto de reventar en mi pecho. Solo tenía un pensamiento, obsesivo, machacón, que casi me dolía. Me recibieron, el y Clara, su mujer, en la puerta de su piso. Con Clara no me he llevado nunca demasiado bien, así que no debió de extrañarle mucho que ni siquiera la mirara cuando entré, cogí a mi primo del brazo y medio le arrastré hasta el salón.

- ¿Ha pasado algo –me preguntó con los ojos abiertos como platos-. ¿Está bien Isabel? –Isabel es mi mujer, que tampoco se lleva ni medio bien ni con Clara ni con Matías, mi primo-.
- Si, si, ni es nada de eso. Todos están bien. Ven, vamos a hablar a solas –cuando dije ese “a solas” miré a Clara, que se eclipsó a la cocina.
- ¿Quieres tomar algo?. Fanta, Coca...Clara no me deja comprar cerveza, ya lo sabes. No me sienta bien.
- Bueno, venga, una Fanta. Ya vendrán tiempos mejores. Matías, trae la guitarra, por favor.
- ¿La guitarra?. Ni siquiera sé si funciona todavía. Hace más de veinte años que no la toco.
- Vale, vale, ya veremos, tu tráela. Y los bongos.

Matías salió un momento. Clara se acodó en el quicio de la puerta del salón, con los brazos cruzados sobre el pecho y un gesto de mala leche que daba miedo.

- Ni por lo más remoto se te ocurrirá liarle.

No tenía respuesta para una respuesta tan directa, así que me dediqué a mirarme las uñas tratando de disimular, rezando para que Matías encontrase pronto la puñetera guitarra. Apareció a los pocos minutos. La funda de cuero negro estaba llena de polvo, pero al sacarla, la muy bastarda relucía como el primer día.

- Bueno, aquí está. Me ha costado un poco encontrarla, pero aquí está.
- Venga, empieza a tocar. Trae los bongos.

Clara parecía cada vez más nerviosa. Se sentó a nuestro lado. Matías enchufó el cable al equipo de música, cerró los ojos, y comenzó a tocar una de nuestras preferidas, “Mary Lamour”. Sentí una punzada en el corazón al escuchar los primeros compases. Mis manos volaron rápidamente sobre los bongos. No había perdido en absoluto el sentido del ritmo. Mis dedos se desesperezaban de repente, golpeando ágiles y rápidos, ahora sobre los laterales, ahora sobre el centro de los círculos de piel. La fantasmagórica melodía compuesta por mi primo casi quince años atrás nos envolvió a los tres como si se tratara del primer día que la tocamos, allá por los primeros ochenta, en una fiesta del barrio de San Blas. Al principio, los que nos escuchaban nos pedían marcha, marcha, y nos tiraron incluso algunas piedras, que esquivamos con la sabiduría habitual. Popi y Ferdi, los otros miembros del grupo, tocaban con maestría la batería y el bajo, mientras mi primo y yo desgranábamos sonidos de la guitarra eléctrica y del teclado que me habían regalado mis padres al aprobar BUP. Poco a poco, los gritos de marcha, marcha, dejaron de escucharse. La gente bailaba alucinada al ritmo suave que nosotros tocábamos, como si de una extraña congregación se tratara. El ritmo hipnótico se metía en la sangre, empujándote a bailar. Habíamos conseguido un sonido a caballo entre “Suzie Q”, de los Credence, y el enigmático “Singing Winds, crying beasts” de Santana, con un toque del “Man on the moon” de Rem. Cuando acabó la canción, la gente aplaudió hasta dislocarse las manos. Era la primera vez que tocábamos para un público que no fueran nuestros padres o nuestros amigos del barrio. Empezábamos a saborear las mieles del éxito. En ese momento, Matías terminó la canción. Clara se levantó y salió de puntillas del salón, como intuyendo, como resignada a lo que iba a suceder a continuación.

- ¿No te das cuenta, Matías?. Hay que volver a reunir al grupo.
- ¿De qué estás hablando?. ¿A estas alturas?. Popi y Ferdi ya están casados, como nosotros, y trabajando...
- Si, si, y trabajando, como nosotros, y llevando una vida de mierda, como nosotros, y pagando la hipoteca de un piso hasta más allá de que se jubilen, y sin amor, y...Y además, ninguno de los cuatro tiene hijos, así que lo tenemos más o menos fácil.
- Vale, no sigas. Ahora mismo les llamo. Me has convencido.

A la media hora estábamos en el coche. Matías había conseguido localizar a Ferdi, y Ferdi a Popi. Tres llamadas bastaron para ponernos de acuerdo. Nos alojaríamos en el mismo local de ensayo, en Carabanchel, y no saldríamos de ahí hasta tener preparado un repertorio rompedor.

Mientras cruzábamos Madrid para recoger a Popi y a Ferdi, Matías y yo rememoramos los tiempos gloriosos, aquel concierto de teloneros de Radio Futura, cuando todavía no los conocía nadie, en el Sanjuán Evangelista, y el apretón de manos de un Javier Gurruchaga, vestido de obispo y también desconocido, después del primer concierto de la Orquesta Mondragón en Madrid. Recordamos también el famoso concierto en un colegio de monjas de la zona de Bilbao, en la calle Fuencarral, para ser más exactos, en el que nuestras inocentes letras nos hacían sentir la impresión, dado el lugar y el público asistente, de que éramos unos transgresores. Popi bufaba y rebufaba, al tiempo que no daba una con el ritmo, cuando una rubia despampanante se sentó en el bombo de su batería durante los ensayos y le colocó literalmente las tetas en la cara. Una de las primeras groupies, de las que más tarde nos tendríamos que deshacer casi a bofetadas.

Recordamos también nuestras noches en Rockola, en esos conciertos de cuero y zapatos negros terminados en punta unas veces, y de trajes siderales, gafas de colores y antenas brillantes en otras, como cuando tocaban el Avidor Dro y sus obreros especializados. Y recordamos el concierto de Depeche Mode, para promocionar su primer album, “Speak and Spell”, cuando todavía eran unos perfectos desconocidos, y el concierto de Fischer Z en el Cheminade o en el San Juan Evangelista, eso no lo recordamos bien, con un público enfervorizado gritando, con una sola garganta, “el currante, el currante”, para que el grupo repitiera una y otra vez, que lo hizo, su famoso éxito “The worker”. Recordamos la pota que le echó encima a Matías por la espalda una tía con el pelo a lo Paloma Chamorro, con una cara casi tan alucinada como la de la presentadora, y los saltos que dábamos en el concierto de Ian Dury, y el LP que nos dedicó de su puño y letra en Discoplay, en los sótanos de la Gran Vía, la misma tarde del concierto, y lo salao que parecía, el tío, que después nos saludó desde el coche que le llevaba al hotel. Recordamos también las fiestas de primavera de la Politécnica, en la que tocaban grupos como Alaska y los Pegamoides, Sindicato Malone, Nacha Pop, Ramoncín y muchos otros, y el concurso de Rock Villa de Madrid de no sé que año en el que se llevó el primer premio “El Gran Wyoming”, y en el que participaron también “Johnny Komomolo y los gangsters del ritmo”, de los que nunca más se supo, y recordamos a grupos como Mermelada, Cucharada o Burning, que precedieron y llegaron a participar en los orígenes de aquella incierta movida, a causa de la cual perecieron devorados. Y recordamos también los cabreos que nos pillábamos cuando nos hacíamos amigos en algún concierto de chicas de provincias, que pensaban que todos los madrileños éramos como Almodóvar, porque identificaban la movida madrileña con la estética ultracolorista y popinaif de sus primeras películas. Y recordamos también el entierro de Tierno Galván, tan entrañable y multitudinario, suceso precursor de la tristeza en que se fue sumiendo la movida hasta casi desaparecer.

Recordamos todo aquello que habíamos vivido prácticamente como espectadores, ya que nuestra experiencia como grupo no pasó nunca de la periferia, en busca de un éxito que nunca llegaba, de un empujón que nadie quería darnos, a causa, sospecho, de nuestra naturaleza de barrio, que entroncaba directamente con la pluma y el oropel que se respiraba en el ambiente modernillo. Nuestras canciones, nos dijo en una ocasión un conocido productor musical, eran buenísimas, de una gran calidad musical, y además muy pegadizas, pero el problema era nuestro aspecto. A menos que nos buscáramos unos actores, como lo de Milli Vanilli, que nos sustituyeran en el escenario, no nos comeríamos una rosca, como realmente sucedió. Creo que fue Ferdi el primero en echarse novia, una chica medio pija, hija de un militar, muy guapa, que trabajaba en una agencia de publicidad. Esa misma chica le presentó a Popi a una prima suya, morena, altísima, guapísima, inteligente y rica, y allí cayó nuestro batería. Matías conoció a Clara, yo conocí a Isabel, seguimos viéndonos los cuatro durante una temporada, un par de años, de vez en cuando ensayábamos con Popi y Ferdi, pero cada vez con saltos en el tiempo más grandes. Después, una tarde, Clara le dijo a Matías que no le gustaba Isabel, Isabel me dijo a mi lo mismo de Clara... Y se acabó la relación. Unicamente nos veíamos en compromisos familiares como bodas y bautizos. Un saludo frío, un para de besos, el típico “a ver si quedamos más a menudo”, y si te he visto no me acuerdo. La guitarra cogiendo polvo, los teclados amarilleando como la dentadura de un caballo viejo, y las ilusiones canjeadas por un hipotético bienestar conseguido a base de brazos en Mercamadrid por parte de Matías, y a base de disgustos con los clientes en el Carrefour de Alcalá de Henares por mi parte. Cuando estábamos seguros de que a Popi y a Ferdi les iba infinitamente mejor que a nosotros, nos enteramos, como de casualidad, de que los respectivos padres habían desheredado a sus respectivas hijas, y que la base rítmica de nuestro grupo estaba pasándola tan canutas como nosotros.

Recogimos a Popi y a Ferdi, y nos dirigimos al local de ensayo. Allí estaban todavía nuestros instrumentos, salvo la guitarra de Matías y mis teclados, que había recogido de mi casa mientras media hora antes ante la cara de estupor de Isabel al encontrarse, después de tantos años, con el bueno de Matías. Popi se sentó en su amada batería, Ferdi desembaló el bajo, lo enchufó...Y la magia volvió a envolvernos en su manto de ensoñación.

No hizo falta que ensayáramos más de dos días. Los temas salían, uno tras otro, con la fluidez de un río, con la energía de un caballo desbocado. Grabamos una maqueta, la colgamos en Youtube...Y a los cuatro días teníamos encima de la mesa siete ofertas de grandes empresarios musicales. La fama nos envolvió rápidamente, como en un torbellino. Nuestra edad no suponía un obstáculo, ya que los revivals estaban otra vez de plena actualidad. El sonido de los ochenta rompía moldes de ventas y de conciertos, y nosotros llevábamos dentro ese sonido. Habíamos contribuido años antes a crearlo, y eso nos colocaba en la vanguardia. Dimos seis conciertos multitudinarios en plazas de toros y campos de fútbol de la península, hasta que cruzamos el charco y nos hicimos los amos de todo el cono sur. Tocábamos con los cantantes y grupos más famosos del momento, enviábamos dinero a casa, a unas esposas que cada vez estaban más contentas y orgullosas de nosotros, aunque nos tuvieran lejos, o quizás precisamente por eso.

Resultaba difícil digerir la fama que cayó de repente sobre nosotros como una losa. Poco a poco empezamos a distanciarnos como personas, aunque nos volcábamos y nos convertíamos en una sola persona, en un solo espíritu, en cada uno de nuestros conciertos. Las disensiones entre Popi y Matías eran cada vez más frecuentes. Las peleas, los malos rollos, las borracheras casi continuas nos sumísn en un estado de semi depresión del que solo nos sacaban los conciertos y las ruedas de prensa. Derrochábamos dinero a raudales, tanto en ropas cada vez más caras como en imposibles fiestas, de hasta dos y tres días, en las que fundíamos ingentes cantidades de drogas de diseño, luces y espectaculares montajes. La fama nos dolía. No habíamos sabido adaptarnos a ella, aunque por otro lado dábamos gracias por no haberla conseguido en nuestra etapa anterior, porque entonces, a causa de nuestra corta edad y nuestra innegable inexperiencia, podría haber resultado el asunto bastante peor.

El comienzo del fin nos vino de la mano de un grupo de fans que nos arrinconaron a la salida de uno de nuestros multitudinarios conciertos. Tanto Matías como yo caímos en brazos de dos auténticas top models, de desbordante personalidad y larguísimas piernas. Sin saber muy bien como, nos vimos en la lujosa suite de un conocido hotel de renombre del centro de Madrid, cada uno en una habitación, con el cuerpo embadurnado de champán y los calzoncillos y sujetadores colgados de la lámpara, como al desgaire. Isabel y Clara se presentaron en tan bucólico escenario en compañía de un par de periodistas, que mientras hacían fotos se servían vasos de champán, al tiempo que Isabel y Clara nos arrojaban a la cara los papeles del divorcio.

Así que nos casamos con las top models, que no se podían ver entre ellas. El público empezó a cansarse de nuestros temas con la misma fuerza que los había adorado, por lo que terminamos por disgregar el grupo, recoger los pedacitos del patrimonio que no habíamos dilapidado, y empezar una nueva vida. Una nueva vida de mierda, con una hipoteca por pagar, un trabajo de mierda en el que encima se reían de nosotros por haber sido una vez famosos, y una desazón terrible por haber alcanzado la gloria y haberla dejado escapar.

Una desazón que me despertó, justo en el momento en el que finalizaba, en la radio, la canción “No woman no cry”. Me dirigí, contento por haber salido de la pesadilla, a la zona derecha de la M-40.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, vaya repaso que le has dado a lo 80. Es cierto que, a veces, escuchando una canción nos ponemos a soñar y construimos castillos en el aire. Lo bueno es que cuando hemos terminado de imaginar lo que pudo haber sido y no fué, aparece la razón soplando fuerte y haciendo que se tambaleen los cimientos del castillo creado. Valoramos entonces lo que ahora tenemos, nos aferramos a ello con más fuerza y continuamos viviendo tan contentos. Siempre es bueno soñar.

Saludos.

PD: Desgraciadamente sí hubo grupos musicales que no supieron asumir el éxito y acabaron mal. Quízás porque no supieron salir del sueño a tiempo.

Anónimo dijo...

Y algunas personas que acabaron fatal, como Eduardo Benavente, Carlos berlanga, Tino Casal y muchos otros. Y grupos, como muy bien dices, que se estancaron y no evolucionaron, o simplemente desaparecieron. Una pena, pero tienes razón: Siempre es bueno soñar.

Saludos