domingo, 17 de febrero de 2008

Esta casa es un puñetero desastre


Parece mentira que para cincuenta miserables metros cuadrados que tengo de casa, esté todo desmadrándose de la forma en que lo está haciendo. Y eso contando con las zonas comunes, que vaya usted a saber a qué avispado listillo se le ocurrió eso de las zonas comunes, la superficie construida, la superficie útil y la madre que parió a todas las superficies. Porque a ver, vamos a ver si nos vamos aclarando: yo ocupo un espacio en el mundo, una superficie, y mi piso tiene una superficie útil, que es la que yo piso, por supuesto, y que debe de andar por los cuarenta metros, supongo, pero es que yo necesito, como todo el mundo, una serie de accesorios para poder vivir, como por ejemplo, yo que sé: mesas, sillas, cama, taza de báter, o wc si me quiero hacer el fino... Porque dicho así suena extraño, deslabazado, ambiguo. Habría que matizar un poco más: no se trata de mesa de billar, por ejemplo, porque a nadie en su sano juicio se le ocurriría colocar una mesa de billar en un cuchitril como este. No. Se trata más bien de mesita, de esas de formica que tanto utilizábamos cuando éramos niños. Tampoco las sillas son estilo modernista, tipo Mies Van der Rohe o cualquier otro espabilado de esos que se han pasado toda su vida tumbados, viéndolas venir, y claro, en cualquier silla que diseñen se encuentra uno como tumbado, espatarrado, sin saber si apoyarse mucho, no sea que se vayan a escoñar esas patitas tan estilizadas y nos demos una hostia en el santo suelo. Muy sensual, la postura, ciertamente, pero peligrosa a más no poder.

Pues eso, a lo que iba: que yo ocupo una superficie en el mundo, ciertamente, y hay que joderse, pero es que ocupo menos superficie cuanto más cansado estoy. Esto no es muy complicado de entender: si estoy de pie, ocupo menos que si me tumbo en el suelo como la bestezuela de mi sobrino, y si además me pongo a la pata coja, ocupo todavía menos, pero acabo hasta los mismísimos. Mi cama es grande, porque me gusta dormir haciendo el egipcio, espatarrado, en posición lo más abierta posible, a veces tipo aspa. No necesito volver al útero de mi madre para nada, aunque se estaba bastante bien, creo recordar. Mi cama ocupa más que yo, y se siente importante, la muy jodida. Cuando no la hago, que es la mayor parte de las veces, protesta.

- ¿Es que te vas a ir otra vez sin ni siquiera extender la sábana?.
- Si. ¿Pasa algo?.
- Si luego cojo frío y tiritas por la noche, no se te ocurra decirme nada.

Rebufa y protesta, pero ya me he acostumbrado a sus tonterías. Los dos satélites que tiene al lado, las dos mesitas, la pican para que me insulte, con su voz chillona, y las dos siempre al mismo tiempo, como Zipi y Zape. Estoy pensando deshacerme de una de ellas, pero rompería la simetría y el Feng Shui de los cojones que me recomendó un decorador después de cobrarme una pasta. Es una putada, pero cada vez que cambio algún mueble de sitio, aunque sea el puñetero perchero de madera que me encontré en un contenedor, pienso que se va a destrozar el Feng Shui y que me va a caer un rayo o alguna desgracia por el estilo.

Cada habitación de mi casa es como una autonomía. El salón es la zona noble, la rancia nobleza, con los cuadros, las fotos enmarcadas de mis padres en sepia, el plasma y los cuatro muebles aristocráticos, los únicos que no son de Ikea. El baño es como el extrarradio, los bajos fondos, el único lugar en el que me muestro como soy, yo mismo, en pelotas, vaya. El dormitorio es el poder central, donde sucede lo mejor y lo peor de cada día, cuando me acuesto y cuando me levanto, por ese orden. La cocina es el motor, la industriosa comunidad, la más cercana a Europa, aunque solo sea porque la mayoría de mis electrodomésticos son Siemens o Bosch. Existen nacionalismos muy marcados, sobre todo por parte de los productos perecederos que guardo en la nevera. Se escucha mucho catalán en esa zona, supongo que porque últimamente me ha dado por comprar en el Caprabo.

- Escolti, ¿qué va fer vosté?

La botella de vino me habla con una mezcla de valenciano y catalán bastante cutre. Por otro lado, los productos perecederos suelen ser bastante educados: no les da tiempo a coger confianza, de no ser esos veteranos a los que nunca les meto mano, que acaban envejeciendo y son arrojados a la escoria, al barrio bajo del cubo del tendedero, como ese chorizo que trajo una vez mi hermana, y que no hay quien se lo coma, o el medio calabacín, ya blando y amarillento, que compré una vez para hacerme verduritas a la plancha. Esos sí, esos me hablan de tu, con una voz muy parecida a la de Vito Corleone.

- Pues beber un poco de vino. ¿Qué voy a hacer si no?.
- Sacó usted marisco, y yo soy tinto y además del penedés. Hosti, amigo, yo no pego con el marisco ni con Araldit.
- Pues es que no tengo vino blanco, y el caso es que me apetece irme a la cama con un poco de mareíllo.
- Pues péguele un tiento al orujo este cabezón que guarda usted en el congelador, hombre de Deu, pero a mi déjeme en paz, que esta noche he quedado con una lata de paté de Canard.
- No hay problema. Me como también el paté, y se montan ustedes una juerga en mi estómago.

Me pareció que la botella vibraba por un momento en mi mano. Debe de ser la manera que tiene de reír una botella de cristal.

- Es usted muy amable, caballero.

En el armario del dormitorio vive la mayor parte de la población de mi casa. A un lado, los más elegantes, las chaquetas con botones dorados de antiguas reminiscencias aristocráticas, que apenas salen del armario, las pobres, como los pantalones de pinzas que tanto se llevaban en la época bailonga, pero que apenas utilizo ahora, y las impolutas camisas con mangas para gemelos. Al otro lado, escandalosas cazadoras de lana, jerséis estampados y camisetas con la efigie del Che Guevara, al más puro estilo universitario. Existe una continua discusión, un desencuentro absoluto, entre las dos mitades de mi armario. Cada día, cuando abro la puerta, escucho los abucheos y los insultos que se dirigen unos a otros, en un a irreconciliable atmósfera que no cambia jamás, a pesar del absurdo hecho de que tanto a unos como a los otros no les queda más remedio que convivir en el mismo espacio, y a veces, cuando se me cruzan los cables, en la misma situación, como cuando me da por encasquetarme una chaqueta de botones dorados y unas sandalias, por ejemplo, o un fulard morado que me compré en Ibiza y que siempre está amodorrado al lado de las corbatas, que protestan con voz chillona por tener que mezclarse con semejante chusma.

Existen temporadas en las que los habitantes del armario se ponen de acuerdo, y en contra de los nacionalismos. Sucede, por ejemplo, cuando saco un pantalón vaquero para ir a trabajar.

- Ya está. Ya la hemos jodido otra vez con el foca este –escucho a la chaqueta azul marino, que es la más veterana y por tanto la que cree que tiene más derecho para protestar-. Ya ha estado liado estos días atrás con esos separatistas de la nevera, y ha engordado doce kilos. Mirad como está torturando al pobre Levis, el muy sádico. Mirad, mirad como se le estira la piel, al pobre.

Suelo sentirme deprimido cuando me sucede esto. A la depresión normal que le suele entrar a uno ante sus ataques de bulimia, hay que unir la provocada por una ropa que se siente herida. Me parece escuchar los gemidos del Levis cuando me los incrusto. Al agarrar el botón para tratar de meterlo en el ojal, el pobre protesta como si lo estuviera degollando. Los dos blusones tipo Demis Roussos que me compré en Turquía son los únicos que me apoyan en esos momentos difíciles.

- Lo que os pasa a vosotros –dice el morado con ribetes dorados- es que sois unos tiquismiquis. Tampoco pasa nada por sentir un poco más el calor humano.
- ¿El calor humano? –comenta despectiva la chaqueta-. Ya me hablareis de calor humano cuando el cenutrio este engorde tanto que se tenga que deshacer de nosotros y os tenga que sacar a la luz todos los días. Ya me lo contareis, ya, cuando el puto suavizante os ataque un par de veces por semana con su arma esponjosa, y tengáis que estar colgados al sol mucho más de lo que estáis ahora.

La verdad es que me hacen recapacitar más los lamentos de mi ropa que los sabios consejos de mi madre. Ante declaraciones como la de mi chaqueta, suelo ponerme un poco a régimen, con lo que aumenta la población de los perecederos. Es curioso, pero mi ropa sufre cuando los perecederos desaparecen, como una especie de relación parasitaria, pero a la inversa.

La parte baja del armario está habitada por dos poblaciones muy diferenciadas, yo diría que incompatibles. La zona izquierda, por la promiscua ropa interior, calzoncillos, calcetines y algunas camisetas de manga corta. La parte derecha, por los zapatos, entre los cuales también hay categorías. Por un lado los finos, simpatizantes del lado izquierdo del armario, y por otro lado los pintorescos, sandalias de cuero, babuchas y una extraña mezcolanza de razas en general, como un Lavapies particular (y nunca mejor dicho, lo de Lavapies).

La ropa interior es la población más golfa de la casa. Los calzoncillos no se mezclan con las camisetas. Los calcetines, que permanecen juntos la mayor parte del tiempo, no tienen ningún inconveniente en divorciarse y volverse a juntar tantas veces como haga falta. Son lo más modernos, muy lejos de esos pantalones, siempre juntos, sacramentados, para lo bueno y para lo malo y caiga quien caiga. Los pantalones suelen meterse desde arriba con los calcetines, antes de que se eclipsen a causa de los zapatos.

- Vosotros no sois más que unos pervertidos. Y no se os ocurra llamar matrimonio a vuestra unión.

Los calcetines pasan de todo. Son los que entran y salen más veces, los que más mundo ven cada día, aunque una zona esté oculta en las profundidades. Los calzoncillos también se remuevan mucho, pero los pobres no ven nada, oprimidos como están por los pantalones. Tienen una existencia efímera, del armario a la oscuridad. A veces, uno de ellos, un privilegiado, tiene el gran honor de pasearse por el resto de la casa durante todo un día, sin ataduras, con libertad y abriendo los ojos de par en par para tratar de asimilar esos estímulos que le rodean. Una vez mantuve una conversación muy profunda con un calzoncillo. Uno muy moderno, que me trajo mi hermana de Nueva York. Me hablaba con un susurro, con un tono de voz muy parecido al de Robert de Niro. Solo le faltaba fumarse un puro. De haber tenido manos, seguro que lo hubiera hecho.

- Lo que ocurre en este país es que se folla muy poco. La prueba está aquí mismo. Míranos. Todos machos, todos chulos y todos sin comernos una puñetera rosca desde hace años. Ese cajón en el que nos tienes –Si, la ropa interior tiene más confianza. Mucha más confianza, de hecho- es un puto monasterio. Deberíamos estar mezclados con algunas bragas, un tanga guapo, unos cuantos sujetadores, algún que otro Wonder bra...
- Lo llevas claro. No los ibas a ver ni de lejos. Estarían en otro cajón. No íbamos a ser tan torpes como para mezclar nuestra ropa interior.

El calzoncillo miró a los dos lados medio de reojo.

- En la lavadora, capullo. En la lavadora nos mezclaríamos con nuestras amiguitas, en plan orgía. Antes de que le dieras al botón, nos daría tiempo a olisquearnos, a intercambiar ideas, fluidos...
- No eres más que un puto cerdo. Tú si que vas a acabar hoy en la lavadora.
- Bueno, pero sin suavizante, por favor. La última vez me inflé como un gato de Angora.

En el baño viven extraños seres con los que casi nunca hablo. Aparte de los perecederos, como la pasta de dientes, la espuma de afeitar o el papel higiénico, hay otros, como un bote medio oxidado de polvos de talco de color rosa con una rubia sonriente tipo Kim Novak, que me obligó a traer mi madre cuando me mudé aquí, un bote, también metálico y también medio oxidado, de gasas cuadradas liofilizadas, y un frasco de colonia que me regalaron para mi primera Comunión, y que solo me pongo cuando coincido con el primo segundo que me la regaló, osea, tres veces en treinta y cinco años. Acojonante, pero debe ser tan buena que no ha perdido ni una micra de olor. Estos tres elementos del baño, ya veteranos, hablan y confabulan en voz baja, desde la parte más alta de la estantería de cristal del Ikea, mientras dejo que mi cepillo de dientes me suelte una parrafadita.

- A ver, abre más, más, Vale, un poco más. ¡Joder, tío, otra vez has fumado!. La próxima vez te va a raspar esta mierda amarilla tu puñetera madre...

Los cuadros y los muebles del salón viven en otro mundo. Parece que no va nada con ellos. Siempre que paso hago lo mismo. Me arrellano en el sofá, pongo los pies en la mesa de centro y enciendo el plasma con el mando a distancia. Y a esperar. Al cabo de poco tiempo, los cuadros con las fotos de mis padres protestan airadamente.

- No sé como puedes ver estas porquerías, hijo.

Una parte, aproximadamente la mitad, de los habitantes de la casa, invocan a algo, a un ente sobrenatural que, según ellos, gobierna sus vidas con mano de hierro. Normal. Sucede a veces que se estropea la lavadora, causando accidentes, o que la temperatura del agua hace que se mezclen los colores, cosa que al parecer les irrita mucho -cada uno con su color, sin mezclas, dice la chaqueta de botones dorados-, o que se estropee la nevera y mueran unos cuantos perecederos nacionalistas. Cuando algo de esto sucede, se ponen todos muy nerviosos, y me miran consternados, totalmente convencidos de que yo soy incapaz de controlar nada, de que no puedo asegurarles un mínimo bienestar. Yo me carcajeo de ellos, y les demuestro, cuando viene el técnico correspondiente, que no hay un ente superior que gobierne nuestras vidas, que todo está controlado y que todo tiene solución, pero no me hacen ni puñetero caso. Al siguiente accidente, vuelven a adoptar esa actitud entre mística y temerosa, de la que no hay forma de hacerles salir. Imposible. Porque la lavadora, el lavavajillas y la nevera tratan de infundirles confianza, a pesar de estar en ocasiones muy malheridos, pero cuando se jode alguno de esos tres. Joder, cuando se jode alguno de esos tres...

Es entonces cuando me veo a los pobres tan desvalidos, tan dispersos y tan temblorosos, que tengo que convocar elecciones generales para que elijan la marca de otra lavadora, otro lavavajillas y otra nevera.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Jajajaja, ha estado bien, ¿ves? no ha sido tan difícil.

Un saludo.

Anónimo dijo...

Gracias, Edda. Tú, que me lees con buenos ojos. Creo que puedo mejorar. El próximo también será en clave de humor, a ver que tal.

Saludos

Anónimo dijo...

Genial Félix, te mueves bien en cualquier genero, muy divertido e imaginativo, me encanta. Saludos Polar G