martes, 11 de marzo de 2008

Al viento le pregunto...


Miré los muros de la patria mía,


si un tiempo fuertes, ya desmoronados


de la carrera de la edad cansados


por quien caduca ya su valentía.

Recuerdo estas bellas palabras, difusas y muy lejanas en el tiempo. De la época en la que hasta incluso algunas pocas palabras, como estas, podían considerarse bellas.

¿Cómo pudimos llegar a esto?. ¿Cómo es posible haber descendido, en tan pocos años, a este infierno gris, tan estúpido como merecido?.

Lo teníamos todo. Eramos tan felices...Teníamos todas nuestras necesidades primarias cubiertas. Después de algunos desajustes sin importancia, cada vez menos marcados, habíamos llegado a un estado de equilibrio prácticamente perfecto. Las empresas ganaban dinero, los obreros ganaban lo suficiente, no ya para vivir, sino incluso para desarrollarse como personas. Viajes, cultura...Los gobiernos no tenían que preocuparse por sus ciudadanos. Se trabajaban treinta horas a la semana, y algunos, los menos necesitados, podían permitirse el lujo de trabajar incluso menos. El estatus del rico se había igualado más o menos con el del pobre. No existían esas gigantescas fracturas que todavía se daban, cada vez con menor virulencia, al comienzo del tercer milenio. Paulatinamente, gracias por un lado a la masiva llegada de pobladores del tercer mundo al próspero primer mundo, y por otro lado a la instauración del sistema democrático en prácticamente el cien por cien de los gobiernos mundiales, unos y otros, unos más deprisa que otros, pero todos al final, conseguimos alcanzar un estado de perfección imposible de imaginar en otros tiempos. Con todas las necesidades primarias cubiertas, no teníamos que preocuparnos más que de desarrollar el alma.

Llevo conduciendo toda la noche. Mis ojos ya no son, ni mucho menos, tan agudos como antes, como cuando era joven. Se cansan, se cierran de vez en cuando, se crispan cuando se cruzan con algún esporádico faro...Es curioso. Recuerdo cuando las carreteras eran más anchas. Bastante más anchas. No era necesario frenar cuando veías una luz de frente. Tampoco era necesario, ni mucho menos, llevar un detector de vacas. Este año han subido las muertes por encontronazos con vacas en la carretera. Una lástima. Y una ruina para la familia del accidentado, por supuesto.

Me duelen las cervicales. La postura, sin duda. Y los huesos, cada vez más sensibles a la humedad y al frío de la noche. Hace horas que se estropeó el sistema de aire acondicionado. En realidad, nunca llegó a funcionar del todo. Me muero de sueño, y tengo hambre. Tenía que haber comprado un bocadillo en aquel bar, pero me daba asco. Me estoy volviendo viejo. Viejo y caprichoso. A los dos años de estallar el conflicto, habría devorado sin siquiera mirarlo un bocadillo como los que se mostraban en aquel bar, por muy nauseabundo que fuera su aspecto.

Algunos nos dedicábamos a cultivarnos, a leer palabras tan bellas como las que apenas recuerdo, a pensar. Cada vez menos. Eramos tan felices...Con el tiempo, hasta leer, ver una película, imaginar, nos parecía una actividad agotadora. La televisión dejó de emitir películas, series, culebrones...Nada que incitara a utilizar la imaginación. Las librerías desaparecieron, cediendo su lugar a bingos o casas de masajes. En realidad, a nadie le importó un carajo. Mejor. Menos esfuerzo. Los programas estrella, los líderes de audiencia, estaban compuestos por sketches cortos, sin sentido, de cámara oculta, de golpes que provocaban la risa de quien los veía. No hacía falta desarrollar ninguna otra emoción. Solo la risa. Se lo pasaba bien uno riendo. ¿Para que iba a preocuparse de otro sentimiento?.

Con la inactividad mental llegó el aburrimiento, y con el aburrimiento, la idiotez y la frivolidad. Hasta los informativos desaparecieron. ¿Qué nos importaba lo que pudiera ocurrirle a gente a la que no conocíamos de nada?. Era absurdo preocuparse. La gente nacía, vivía más o menos bien, y moría. Eso era todo. ¿Para qué complicarse la vida?.

La violencia empezó a constituir otra forma de divertirse. Cada vez eran más numerosos los grupos de gentuza que reivindicaban, para justificar su violencia, prehistóricas ideas políticas, de uno y otro signo. Creo que mataron gente, pero no nos enterábamos. No había informativos. Solo un periódico, un superviviente, mostraba cada día en su portada el rostro del muerto correspondiente, pero casi nadie lo leía. Aquello, sin embargo, fue suficiente para encender otra vez la llama del odio, que jamás se apaga del todo. Nos enzarzamos en otra confrontación casi sin darnos cuenta. Sin ningún motivo, por simple aburrimiento, estimulado por esa perpetua e insana envidia al prójimo, que nos ha envenenado a los españoles desde siempre, y por esa desbocada imaginación para la calumnia, destinada a poder dar cumplida satisfacción a la envidia antes mencionada. El foco fue España, pero la sinrazón se extendió por toda Europa como la pólvora, como había ocurrido en el siglo anterior.

¿Cómo pueden cambiar tanto las personas cuando cambia la situación?. ¿Cuál es el proceso de la mente humana que le convierte a uno en bestia cuando estalla una guerra?. Puede que fuera la necesidad, la falta repentina de suministros, el sonido continuo de las bombas, cayendo durante las veinticuatro horas del día, o el miedo que te embargaba el espíritu desde que despertabas, si es que dormías, hasta que lograbas conciliar el sueño otra vez. Nos habíamos acostumbrado, antes de la guerra, a la hipocresía, a mantener una postura neutra, a no mostrar nunca los sentimientos en público. Hasta una pareja de enamorados mirándose a los ojos resultaba ridícula. En la calle éramos máquinas frías, sin sentimientos. Disfrutábamos en casa con lo que más nos gustara. Por eso resultaba más curioso enterarte de que tu vecino del octavo, ese individuo calvo con gafas de sonrisa beatífica y con el saludo siempre a punto, había destripado sin contemplaciones al vecino del segundo, simplemente porque era de otro equipo de fútbol. O María, esa eterna amiga de Teresa, la del quiosco de periódicos. En un arrebato de odio demencial, María había quemado con gasolina el quiosco de Teresa con ella dentro. Gente que te saludaba antes por la calle con una sonrisa, y se interesaba por tu salud, era capaz de darle un tiro a tu hijo para quitarle un trozo de pan. Un padre, conocido por reivindicar los derechos de los minusválidos, no había dudado un momento antes de pisotear a su hijo, en silla de ruedas, para salir corriendo cuando se quemó el centro comercial. La eterna hipocresía daba paso al terror más demencial y absurdo.

Los acontecimientos se precipitaron. EEUU intervino, como siempre. China respondió con toda su artillería, y la guerra se prolongó durante veinte largos años. Las dos superpotencias se desgastaron mutuamente, y fue entonces cuando el nuevo imperio, agazapado desde siglos, desde antes de los siglos incluso, en la enorme extensión de su territorio, comenzó una expansión tan implacable como eficaz. Los ánimos estaban demasiado cansados, las conciencias demasiado adormecidas como para hacerle frente. El gigante avanzaba desde Oriente como una marea de ciego terror, rápida y eficazmente. El nuevo orden, integrado por personas educadas en el culto a la muerte, y dominado por un imperturbable e inamovible sistema de castas, comenzó invadiendo Pakistán, y a continuación se extendió como un reguero de pólvora, de forma exponencial, cargándose a los ineptos árabes, que desde siempre habían vivido en su mundo medieval, y penetrando, sin compasión, como un nuevo Atila, en Europa, para derribar, poco después, a los agotados chinos y a los sempiternos y en el fondo inocentes americanos. Invocando milenarias deidades sedientas de sangre, los soldados no dudaban un momento a la hora de rebanar los pescuezos de los que ofrecieran resistencia, que eran los menos. La decadencia de Occidente se había consumado, y un nuevo imperio se hacía con los mandos: La India.

Llevo toda la noche conduciendo, pero ya estoy a punto de llegar a mi destino. A la hora justa. Es la única forma de intentar acabar con el invasor. A las diez y media de la mañana, una delegación llegará a la sede del gobierno indio en Madrid. Ese será el momento de mi llegada.

En ese sentido, hemos mejorado mucho con respecto a los bárbaros árabes. Ahora somos los ancianos los que nos quemamos a lo bonzo. Al fin y al cabo, ¿qué importa la muerte de un pobre viejo, que ni siquiera es capaz de recordar más que cuatro frases de palabras bellas?.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Espero que tus presagios no se cumplan, ¿tan mal estamos como para llegar a ese futuro?, espero que no y que la solución sera otra.

Anónimo dijo...

Yo espero que tampoco. Prefiero que la historia no sea más que un ejercicio de imaginación

Anónimo dijo...

Yo espero que tampoco. Prefiero que la historia no sea más que un ejercicio de imaginación